Luego de haber aparecido y desaparecido hace ya cerca de un año, la idea de un impuesto a los profesionales para financiar la educación universitaria ha vuelto a surgir en la discusión pública. Y es que, como todos sabíamos, los costos del programa educacional son ampliamente mayores a lo que podrá aportar para ello la reciente reforma tributaria, aun antes de considerar los menores ingresos producto de la desaceleración económica.

Pero más allá del porqué, es interesante analizar la solución que han planteado algunos académicos al problema. Un impuesto a los profesionales cumpliría, según ellos, con la promesa de gratuidad, ya que de esta forma se estaría generando un sistema en donde la retribución al sistema –el impuesto– no tendría relación con lo recibido y en donde el acceso no dependería de la capacidad de pago de los estudiantes.

Con respecto a lo primero, existen algunas inconsistencias. Si el impuesto es sólo para quienes han cursado estudios superiores, entonces lo aportado claramente sí tendría relación con lo recibido. Más aun, y considerando las diferencias que existen en los salarios promedio de acuerdo a las distintas carreras, la retribución tendrá relación además con la universidad y carrera financiada por el sistema. Por tanto, no es cierto señalar que el pago tendría total independencia con lo recibido por el alumno.

Con respecto al objetivo de tener un sistema en donde el ingreso a los estudios superiores sea independiente de la situación económica del alumno, no queda más que estar de acuerdo. Sin embargo, la falacia consiste en señalar que tal independencia se logra solamente con un sistema como el propuesto. La supuesta “gratuidad”, sea ésta financiada con impuestos generales o con el impuesto específico propuesto, no es necesaria para que todos puedan optar a la educación superior, algo que puede ser logrado también con un sistema de créditos contingentes bien diseñado.

La alternativa de un impuesto específico, como ya señalé, vincula en la práctica lo obtenido con lo que se debe retribuir, lo cual parece ser razonable y similar a lo que se logra con un sistema de créditos contingentes. Pero esto viene al “costo” de relajar la definición de gratuidad de tal forma de que ésta pueda ser cumplida también por un sistema de créditos como el mencionado. Por tanto, la “gratuidad” financiada con un impuesto específico es conceptualmente similar a un sistema solidario de créditos, aun cuando algunos quieran disfrazarla de algo diametralmente distinto.

Lo anterior no significa que debamos estar indiferentes ante tales alternativas. Un sistema financiado a través de un impuesto específico, además de ser más complejo de administrar, cuenta con debilidades adicionales en comparación a un buen sistema de créditos contingentes, las que están en su mayoría asociadas a malos incentivos. Financiar a través de un impuesto específico incita a los alumnos a elegir carreras más largas y caras, y también a demorarse más en terminar sus estudios. Asimismo, desincentiva a las universidades a ofrecer carreras más cortas y en forma más eficiente, y les facilita poder seguir subiendo sus aranceles.

Vemos así que financiar la educación superior con un impuesto específico comparte las características normativas de hacerlo a través de un crédito contingente, pero mantiene los problemas, en cuanto a incentivos, del financiamiento a través de impuestos generales. En resumen: peor que un buen sistema de créditos contingentes, pero adornado con el brillo de la palabra “gratuidad”.

 

Ignacio Parot, Economista.

 

 

FOTO: CRISTOBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO

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