La semana pasada cerca de 2.700 líderes se dieron cita en Davos, Suiza, como sucede desde 1971, para asistir a la reunión anual del Foro Económico Mundial bajo el lema “Cooperación en un mundo fragmentado”.

Muchos piensan que Davos es el típico caso de capitalistas codiciosos y políticos corruptos reunidos en cuartos oscuros llenos de humo de cigarro o, más modernamente, con aroma de chai orgánico, que hablan entre ellos sobre cómo volverse más ricos. Por supuesto, es probable que algunos acuerdos entre amigos estén en la agenda. Pero aunque el WEF es un ejercicio de relaciones públicas, cumple principalmente una función ideológica. Busca proporcionar un sentido de misión, de propósito, de legitimidad moral, una ideología que se traduce en un guión lleno de jerga, que consiste en tecnocracia, políticas identitarias y ambientalismo.

Sucede que la mayoría de los empresarios se han convencido de que producir soluciones útiles para las personas y ganar dinero de paso, no es propósito suficiente. Aparentemente, es demasiado egoísta y materialista. Por lo tanto, buscan constantemente un significado más profundo en su trabajo, ya sea volverse más ecológicos o eliminar la desigualdad.

De su parte los políticos, cada vez más alienados de la gente común a la que se supone que representan, saben que el ciudadano medio no comparte sus valores culturales ni sus objetivos de ingeniería social. Es por eso que terminan sintiéndose más cómodos con activistas como Greta Thunberg: ella comulga con muchos de sus puntos de vista por lo que celebrarla les da una sensación de legitimidad que no pueden obtener del votante medio.

A diferencia de los activistas radicales de los ’60 y ’70 y su famoso lema «leave us alone», los de hoy piden a la autoridad que intervenga la forma de vida del hombre común, cambiando el comportamiento ecológico, obligándolo a consumir menos, a reducir la ingesta de carnes rojas, a no volar con aerolíneas de bajo costo o a sustituir fuentes de energía baratas y confiables por otras costosas y poco confiables.  

El WEF juega un papel importante en la promoción de la cosmovisión globalista, elevando el estatus de las instituciones internacionales y devaluando el papel de los gobiernos nacionales, a los que presenta como impotentes ante las fuerzas del mercado global. A lo largo de los años, ha buscado popularizar una forma de gobierno en la que los tomadores de decisiones estén aislados de la presión democrática de los electorados nacionales. Para ello, aboga por una visión de “cooperación público-privada” global, en la que una élite internacional, alejada del alcance de los públicos domésticos, pueda dedicarse a resolver los problemas del planeta. Como dirían los globalistas, la política nacional no tiene sentido y las apelaciones a la soberanía nacional son inútiles.

No por nada durante los últimos tiempos, el fundador del WEF, Schwab ha estado pontificando acerca de las bondades y virtudes del “Gran Reinicio” y la utilidad de la crisis como medio para lograr una “reestructuración” del orden mundial actual. La reestructuración que obsesiona a su organización es un sistema socialista global –Schwab considera a China como un modelo a seguir– basado en los conceptos del fundador del FEM de la Cuarta Revolución Industrial, la Economía Compartida y el Capitalismo de Partes Interesadas.

Esta ideología ha sido promovida sistemáticamente por la izquierda. El globalismo no es un complot de ricos siniestros sino la manifestación física externa del giro de la izquierda contra la nacionalidad; de su búsqueda de nuevos foros más allá de las fronteras, y más allá de la responsabilidad pública, en los que puedan tomar decisiones alejados del control de las urnas que ejerce el ciudadano medio que no los vota.

Durante gran parte del período de posguerra, y con un vigor real desde la década de 1970, aislar la toma de decisiones políticas de la presión pública ha sido la gran causa de la izquierda moderna. Así ha surgido la Unión Europea -muy alejada de sus inicios como CECA-, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, reuniones anuales como la COP y Davos y otras tantas de incontables organismos internacionales, todo justificado porque existen problemas que son tan grandes y complicados que es preferible que sean decididos por personas inteligentes, libres de los impulsos de poca información de las poblaciones nacionales mal educadas. 

Elevar la política de la esfera nacional a la global permite concentrar el poder en manos de unos pocos que se consideran a sí mismos en el límite de lo piadoso. Así se entienden los locos comentarios de John Kerry en Davos la semana pasada, el nuevo zar trotamundos del clima: “Si uno lo piensa, es extraordinario que un grupo de seres humanos como nosotros podamos reunirnos en una habitación y hablar sobre cómo salvar el planeta. Es… casi extraterrestre pensar en eso”, dijo. Hay un fervor religioso en comentarios como estos; una visión fantástica de uno mismo como el liberador mesiánico de la humanidad que la aleja de la perdición. En igual sentido se encolumna la  diatriba ridículamente actuada de Al Gore sobre cambio climático, también en el resort suizo.

Sucede que los grandes planes económicos nacionales, por no hablar de los planes internacionales, por lo general fracasan, y la concentración de poder que dicha planificación otorga al Estado conduce a la corrupción y, en última instancia, al gobierno autoritario. Es por ello que no puede dejar de verse en Davos la mano de la izquierda y su permanente búsqueda del poder.

Uno tiene la tentación de sentir que Davos está lejos y que las locuras que allí se dicen nos quedan grandes, preocupados como estamos por cuestiones tan básicas como no morir en un intento de robo o lograr llegar a fin de mes sin que al sueldo se lo coma la inflación.

Pero el avance ideológico que surge de estos foros permean nuestras realidad mucho más allá de lo que a simple vista parece. El telón de fondo de Kerry y Gore empujando hacia políticas totalitarias desde una tribuna europea, es decir, ilustrada, ayuda a la izquierda a avanzar en sus objetivos.

Basta ver lo sucedido en Hispanoamérica. Aupados en estos consensos el socialismo del Siglo XXI ha retornado al poder. Hubo un amague de caída entre 2015 y 2016 con los gobiernos prochavistas expulsados del poder electoral, pero el fatídico fracaso de quienes los reemplazaron y se alternaron en el gobierno de la región y esos fugaces años que ni llegaron a lustro se desvanecieron en 2018 con la llegada a la presidencia de México de Andrés Manuel López Obrador primero. Cayó luego Panamá, en el mismo año el kirchnerismo ganó por cuarta vez la presidencia de la mano de un hombre violento, ridículo e insolvente. Al año siguiente, en 2020, el también vicario Luis Arce ganó para Evo Morales la presidencia de una Bolivia que pocos meses antes lo había echado a patadas. A comienzos de 2021 otro títere se hacía con la presidencia de Perú: Pedro Castillo sumaba al país a las huestes comunistas colocando al Perú, como dijimos entonces, a la puerta del infierno.

Luego Honduras eligió a Xiomara Castro y Chile a Gabriel Boric, ambos rancios activistas socialistas sin luces ni logros. En Colombia ganó Gustavo Petro quien directamente fue miembro del marxismo guerrillero. Ecuador se sumergió en el mismo proceso terrorista que quebró a Chile y a Colombia. Y Brasil fue el último bastión que acaba de caer a manos de un corrupto con recursos suficientes como para dar algo de aire al resto de la región, que con unas pocas monedas logra respirar hasta una nueva elección.

En este mismo período los movimientos sociales que ni siquiera están atados al escrutinio de las urnas ganaron poder y cantidad de sumisos. Los identitarismos indigenista, sexual y feminista manejan la agenda cultural, académica y periodística. Los mandatarios están, además, sujetos a las presiones de los organismos supranacionales en materia sanitaria, alimentaria y energética. En suma, la izquierda posee hoy a las economías más grandes de la región y es hegemónica cultural y económicamente.

Es en este contexto que debe analizarse la situación en Chile. A pesar del tremendo fracaso del 4-S, un gobierno con la popularidad de poco más del 20% se animó a indultar a delincuentes comunes y sin que les haga mella la contradicción, habla de combatir la inseguridad. Acaba de anotarse un punto importante en la Cámara de Diputados rechazando el juicio político a Jackson gracias al consenso desde la DC al PC y pretenden centralizar más poder y más dinero con más impuestos y el manejo de la caja de las pensiones.

Para rematar ya lo han dicho: la Constitución será un asunto transitorio hasta que no se sancione la que ellos pretenden. ¿Es esto lo que quiere el votante chileno? Es una pregunta amañada porque los votantes casi no tienen opciones válidas, nada que les inspire confianza salvando unos pocos que el mismo sistema se ocupa de marginar bajo el mote de “extrema derecha”.

Los votantes en Chile y en Hispanoamérica ya han visto que cuando votan a quienes creen traerán una visión renovada no producen ni un cambio de estrategia, ni un aprendizaje mínimo del caso venezolano. No hay programas, no hay ideas, no hay filosofía, no hay diagnóstico, no hay geopolítica, no hay alma de nuestro lado y se termina entregando otra vez el poder al consorcio chavista de turno. Pero jugando el juego de la decadencia socialista solo es dable perder. Ojalá que quienes resulten electos este año para representar al pueblo chileno entiendan que no tiene sentido acordar si en ese pacto se pasa a llevar las ideas la libertad y los valores de la dignidad. 

*Eleonora Urrutia es abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas.

Abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas

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