Regreso esta semana a Santiago para encontrarme con una ciudad abatida por la fuerte nevazón del pasado fin de semana. Debido a mi aislamiento es que no tuve mayor oportunidad para informarme en detalle sobre nuestro acontecer nacional. Sin embargo, tras ponerme al día, pude apreciar en los medios no sólo la debacle que produjo la tormenta, sino también de otro evento, cuyas consecuencias, confieso, me dejaron más helada que las bajas temperaturas. Me refiero a los débiles planteamientos —y a la exaltada manera en que se llevó a cabo la discusión en el Senado— para aprobar el proyecto de ley sobre la despenalización de la interrupción del embarazo por tres causales, que ahora pasará a ser debatido en una comisión mixta de ambas cámaras.

Este sin duda ha sido uno de los proyectos más emblemáticos de este Gobierno. Sin embargo, es su compleja naturaleza lo que lo distingue de cualquier otro, porque obligó al país a reexaminar, e incluso a cuestionar, los parámetros históricos que hasta ahora habían delineado su suposición en ámbitos tan relevantes como el sentido que posee la vida humana intrauterina.

Como ciudadana, me produjo consternación que un puñado de senadores esgrimiera sus “creencias personales” como la razón principal para oponerse al proyecto. Esto me pareció desprolijo, y por momentos irracional, ya que la labor de todo legislador —en un país laico como el nuestro— es fundamentar sus decisiones en base a postulados que no se dejen llevar por sentimentalismos o el despliegue de fanatismos como los manifestados, en reiteradas oportunidades, por ambas contrapartes.

La primera razón por la cual nunca adherí a los postulados de esta ley es simple: porque la ley es innecesaria, ya que, actualmente, bajo nuestro ordenamiento penal existen disposiciones que eximen de pena en todas las situaciones que se abordan en el proyecto, por lo que no es necesario “despenalizar” el aborto.

No obstante, para quienes siempre estuvieron a favor de aprobarlo, esta premisa resultó ser insuficiente, por lo que la discusión tendió a alejarse del procedimiento penal para acercarse al territorio de la biología, la cual provee la evidencia científica necesaria para aseverar que el embrión (estadio previo al feto) es el mismo desde su fecundación hasta su vida adulta.

Por otra parte, se hace imperativo acudir a nuestro Código Civil (art. 55), en donde el embrión es considerado un individuo perteneciente a la especie humana. Sin embargo, en el Mensaje Presidencial asalta la duda cuando se refiere “al objeto” de la conducta que se pretende “despenalizar”, negándole así personalidad al embrión, ya que no le asigna condición de persona, individuo o siquiera de ser humano. Es más, de manera eufemística, señala que siempre se trata de provocar la “interrupción del embarazo” y habla de “semanas de gestación”, pero sin nunca especificar qué o quién es lo que se está gestando.

Estas alusiones son indicativas para fundamentar que el proyecto partió de la base que el ser humano concebido no es persona y que, por lo tanto, no estaría en juego, ni a su favor, el derecho fundamental a la vida consagrado en nuestra Constitución. Esta utiliza un lenguaje muy preciso para esclarecer, en su Artículo 19, No.1, que lo que se está salvaguardando es el derecho a la vida “del” que está por nacer y no “de lo” que está por nacer. 

Otro punto neurálgico tuvo que ver con el ámbito de los derechos humanos y el supuesto incumplimiento de nuestro país de una serie de obligaciones internacionales.  Ambos supuestos son falacias y cometen un error de derecho.

Los derechos humanos son intrínsecos al ser humano. Es por esto que son inherentes a la dignidad humana y, en consecuencia, infranqueables a las arbitrariedades del Estado. Existen muy pocas normas bajo esta categoría, pero el derecho a la vida está dentro de ellas, reconocido como esencial y medular para el goce de todos los demás derechos.

En cuanto a la aseveración de que Chile estaría faltando a sus obligaciones en materia de aborto, no es correcta jurídicamente, ya que las menciones sobre aborto a nivel internacional (salvo un tratado de aplicación regional en África) se realizan a través de instrumentos no vinculantes. Es decir, documentos “no obligatorios” que le permiten a cada Estado determinar cómo se utilizan o incorporan aquellas “recomendaciones” emitidas por organismos que avalan la práctica del aborto.

Eché de menos que a la hora de legislar no se hiciera presente que nuestro país no se encuentra bajo una “grave vulneración de derechos”, como afirma el Mensaje Presidencial, y que respetados tribunales internacionales —como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos— jamás han osado decir que los Estados están obligados a establecer normas sobre el aborto.

Creo haber sido clara que mis fundamentos para cuestionar este proyecto no han recurrido a creencias religiosas, consignas políticas o la adhesión a una ideología “intolerante, que incita al odio y que es antidemocrática”, como algunos de los patrocinadores de la iniciativa legal han dio para caricaturizar y denostar a quienes nos oponemos a ella.

Esto estaría casi zanjado, ya que queda poco espacio para seguir especulando, debido a que un número importante de nuestros honorables demostró con su voto (y actitud) que no hubo manera de abrir espacios constructivos de diálogo. Que sólo hubo confrontación, descrédito y animadversión hacia quienes se oponían al proyecto y que, lamentablemente, siempre existieron más muros que puentes alrededor de una discusión en la cual fallar para salvarle la vida a niños aún no nacidos, simplemente no era opción.

 

Paula Schmidt, periodista e historiadora 

@LaPolaSchmidt

 

 

FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI/

 

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