Volkswagen y CMPC, dos grandes empresas, de larga trayectoria empresarial, altamente respetadas, líderes en reputación y confianza. Sin embargo, ambas nos defraudaron. Actuaron de forma distinta de lo que aparentaban. Bajo la piel de oveja, se escondía un lobo que buscaba lograr eficientes resultados económicos, mediante prácticas ocultas e irregulares, reñidas con la ética.

Volkswagen instaló un software para manipular los resultados en los controles técnicos de las emisiones de gases contaminantes en más de 11 millones de autos, para que sus motores superaran los estándares de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA). En realidad, emitían hasta 40 veces el límite legal de óxidos de nitrógeno. Los especialistas calculan que el escándalo puede costar a la empresa entre 30.000 y 50.000 millones de euros.

Volkswagen no solo afectó su marca, sino también a todo su país de origen. Alemania construyó la marca “hecho en Alemania” como sinónimo de calidad, precisión y confianza, cuya industria automotriz es símbolo de ingeniería fiable, precisa y de vanguardia. Asimismo, se ha posicionado como un país líder en el cuidado del medio ambiente. La propia Volkswagen hacía alarde de su tecnología limpia, con motores diésel supuestamente mucho menos contaminantes que motores a gasolina.

En Chile, CMPC reconoció haberse coludido por casi 11 años, obteniendo altos sobreprecios en su línea tissue, con beneficios que se estiman en aproximadamente US$ 450 millones. Paradójicamente, al reconocer esta situación, CMPC culpó a sus altos ejecutivos, quienes al dejar la empresa, en las respectivas actas de directorio aparecen altamente reconocidos por sus gestiones y aportes.

CMPC y sus representantes eran modelos a seguir, preocupados de Chile, con múltiples acciones de bienestar social e inversión en educación y formación. Definieron a la responsabilidad social como parte esencial de su modelo de negocios, fundamentada en “una cultura de trabajo diario honesto, responsable”. Tanto es así, que el representante de la familia Matte es presidente del Centro de Estudios Públicos, una fundación privada, sin fines de lucro, que se define como “una institución académica seria, equilibrada y responsable”.

Más allá de las cifras y los hechos, aquí el daño mortal es a la confianza, la que se construye con coherencia y consistencia entre lo que se es y lo que se proyecta. En estos casos, lo proyectado nada tenía que ver con la realidad puertas adentro.

En un mundo regido por la suspicacia, la confianza es el activo estratégico más importante de las empresas. Construir y gestionar la confianza debiera ser el objetivo estratégico primordial de las marcas. Es así de simple, sin confianza no hay lealtad.

Las empresas deben medir sus resultados ya no solo en números, sino también en su capacidad de generar relaciones de confianza con sus audiencias.

No basta con decir que nos portamos bien, es necesario portarse bien de verdad y no necesariamente por convicción (ojalá siempre fuera así), sino por necesidad. En una sociedad donde la información fluye por las redes en forma instantánea, ya no existen secretos. Todo se sabe o se sabrá tarde o temprano y se publicará y masificará por las redes sociales.

Cuando la marca traiciona su promesa afectando su credibilidad, lo que se daña es la confianza, no sólo en la marca, sino en toda la industria e, incluso, como en estos casos, en todo el mundo empresarial.

Lo que pide el consumidor y la sociedad a las marcas es que sean genuinas, que establezcan sus promesas en forma clara y sean fieles a ellas. Debemos exigir a las marcas absoluta responsabilidad en sus comportamientos.

 

Jorge Miguel Otero, socio consultora b2o.

 

FOTO: VÍCTOR SALAZAR M./AGENCIAUNO

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