La demanda constituyente ha crecido. Si bien los partidarios de una nueva Constitución todavía no traducen dicha demanda en una prioridad ciudadana que esté al nivel de intensidad de las preferencias tradicionales (seguridad, salud, empleo, etc. –ver encuesta CEP de abril-), parecen haber convencido a gran parte de la población de la necesidad de la sustitución constitucional (ver últimas encuestas de CADEM).

De esta forma, un eventual plebiscito debería arrojar un resultado predecible en favor de una nueva Constitución, convirtiendo esta demanda en un atractivo discurso para los políticos. Aunque probablemente la ciudadanía preferiría un plebiscito respecto de sus prioridades anteriores, son los políticos quienes diseñarían el mismo (incluyendo las preguntas y su oportunidad), y esa decisión no la controla una difusa opinión pública, sino que una elite influida por los grupos de interés mejor organizados.

Varios políticos han reaccionado frente a la demanda constituyente, convirtiendo este tema en su eje de campaña presidencial (desde luego, ME-O y un posible Lagos 2.0), otros lo usan para amenazar a la oposición a propósito de la aprobación de otras reformas (e.g. la reforma al sistema binominal) o de la discusión de proyectos de ley frente a requerimientos ante el Tribunal Constitucional (e.g. la reforma educacional). Mientras la actual Presidenta aprovecha la demanda constituyente para intentar descomprimir las críticas a su gobierno y dar una señal de “limpieza” que, aunque no solucione los problemas precisos que se han observado, puede servir como un poderoso símbolo de reinvención.

Varios académicos se han sumado (desde hace tiempo) a la demanda constituyente reviviendo viejas críticas a los déficits de la Constitución de 1980. Y aunque académicamente no es apropiado sugerir recetas institucionales como “única” solución (la literatura es bastante controvertida en cuanto a recetas y existen experiencias disímiles que explorar), varios no dudan en sostener una suerte de falso dilema: o se sigue con la Constitución de Pinochet o se hace una asamblea constituyente. Si se lleva adelante el proceso constituyente, este falso dilema debe terminarse, y debemos pensar en un proceso que le entregue garantías a todos, asumiendo que la demanda constituyente aspira a elaborar un documento que pueda ser compartido por los sectores políticos y sociales relevantes, y apropiado por la ciudadanía en su futuro ejercicio. Aquí dejo una lista (no cerrada) de compromisos que, estimo, van en esa dirección:

  1. En primer lugar, el rol del Presidente durante el proceso debe ser reducido (el estrictamente necesario para generar los acuerdos útiles para comenzar el proceso). Si lo que se quiere es una Constitución que nos represente a todos, no basta con la promesa de que el Presidente no vaya a ser reelecto (una promesa rota en el caso de Ecuador), el Presidente debe abstenerse de liderar el proceso y permitir que un órgano colegiado oriente la toma de decisiones asegurando participación y deliberación. El proceso constituyente debe ser independiente del Presidente de turno, y la existencia de períodos presidenciales relativamente cortos puede ayudar a mantener la despersonalización del proceso.
  1. En segundo lugar, debe desmitificarse la idea de una asamblea constituyente unicameral y valorarse el rol de los partidos políticos y del Congreso. Existen numerosas formas legítimas de hacer una nueva Constitución y ninguna es una receta perfecta. Cualquiera sea el camino elegido, debe contar con garantías de deliberación (e.g. bicameralismo) y participación genuina, incorporando a los sectores relevantes no sólo en las respuestas, sino también en la elaboración de las preguntas. Si se opta por establecer una instancia distinta al Congreso, su diseño debe obedecer a un proceso que dé garantías de imparcialidad y que no excluya a dicho Congreso de manera absoluta. Las reglas del sistema electoral, la formación de comisiones y la regla de mayoría que decida utilizarse (entre muchos otros) son cuestiones que pueden condicionar el resultado del proyecto final, y su diseño debe ser evaluado y aceptado por todos, incluyendo a los partidos políticos. Si algo muestra la evidencia en esta materia, es que dejar a los partidos políticos de lado es una receta destinada al fracaso o al populismo. Una democracia fuerte requiere partidos fuertes, y un sistema representativo de verdad no debe eludir el necesario rol del Congreso.
  1. Debe existir una conversación seria acerca del tipo de Constitución que queremos tener. Aunque esta conversación puede volverse técnica, es importante explicársela a la ciudadanía, ya que de esta decisión dependerán varias opciones posteriores. Existen múltiples modelos y áreas grises (e.g. constituciones liberales e iliberales, maximalistas y minimalistas, normativas y programáticas, etc.). En este debate, debe existir un compromiso enérgico con la democracia liberal y representativa, y los guiños de algunos al modelo chavista no ayudan. Nuestro modelo actual consiste en un presidencialismo fuerte, que es atenuado por una serie de controles (e.g. súper-mayorías legislativas, facultades fiscalizadoras, contraloría, tribunal constitucional, etc.). Si se opta por mantener el presidencialismo fuerte, debe existir un equilibrio en cuanto a dichos controles, ya que de lo contrario podríamos estar redactando la tormenta perfecta del populismo presidencial. Una alternativa es el presidencialismo clásico (modelo norteamericano) o semi-presidencial (al estilo de algunos países europeos). Cualquiera sea la decisión, debe contar con equilibrios que impidan la captura de todo el sistema político por una facción determinada y valorar el rol de control de los partidos minoritarios sobre la coalición gobernante.
  1. No debemos partir de una hoja en blanco. Chile tiene una historia constitucional llena de errores y aciertos, y una conversación seria respecto de ellos debe partir por considerarlos. En esta discusión, en particular, creo que nuestra historia muestra razones poderosas para mantener una serie de arreglos institucionales relevantes (e.g. fuero parlamentario, autonomía del Banco Central, bicameralismo, reglas de disciplina fiscal, régimen de expropiaciones). Y si bien un proceso constituyente no puede cerrar la puerta a revisar este tipo de instituciones, dicha revisión debe partir considerando nuestra propia experiencia.

 

Sergio Verdugo, Centro de Justicia Constitucional, Derecho UDD – Doctorando en Derecho, Universidad de Nueva York (NYU).

 

FOTO: RAÚL LORCA/AGENCIAUNO

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