Ronda una incómoda pregunta en nuestro inconsciente colectivo: ¿será que no somos capaces de escribir una Constitución en plena democracia del siglo XXI? Antecedentes que le dan fuerza a la pregunta abundan: el proceso de Michelle Bachelet no entusiasmó ni a la ciudadanía y ni a las élites políticas, la Convención Constitucional se farreó un envión de 80% de apoyo para terminar con una derrota monumental (62%), y el actual proceso no parece despegar por ningún lado.

En abstracto, tampoco es para dramatizar demasiado, pues el tema en sí es complejo. Los procesos constituyentes de hoy en día requieren de participación ciudadana, de expertos y políticos, y pasar por distintas etapas y filtros, lo que tiende a convertir un plan ideal en algo polvoriento y trabado. Un buen ejemplo es el de Islandia, un país mucho más homogéneo que el nuestro y con menos de 400 mil habitantes que comenzó un proceso en el año 2010 que hasta el día de hoy se encuentra inconcluso; manteniendo, en consecuencia, un texto considerado desactualizado y con resabios de un pasado dominio danés.

En nuestro caso en concreto, luego de intentar dos veces y -posiblemente- fracasar de nuevo en gobiernos de distinto color, tiempos y el más diverso menú constitucional ya nos hace imaginarnos que la tarea simplemente no se puede lograr. Es el síntoma de una sociedad y democracia que hoy sencillamente no contaría con las condiciones para llegar a acuerdos fundamentales para el futuro. En otras palabras, lo que ronda por el imaginario colectivo es una profunda preocupación por lo que podría ser lo que llamaríamos una sociedad del disenso.

Esto hace redoblar la apuesta a quienes creemos que la política se trata fundamentalmente de acuerdos y aún mantenemos la esperanza en el actual proceso. El costo de oportunidad de no cerrar el capítulo constitucional no sólo es mucho más grande que el financiamiento público de varios procesos constitucionales y el desgaste político colectivo, sino que es darles la razón a quienes ya no ven en la democracia moderna una forma útil de resolver nuestros problemas. “Si triunfa la desesperanza (…) se podrá decir con razón que la democracia está perdida” -escribía Elshtain en 1993 parafraseando a Arendt. De ahí que los populismos o autoritarismos los percibamos amenazantes a la vuelta de la esquina.

En este sentido, conviene reflexionar sobre las razones que nos han llevado al actual orden de las cosas, para desde ahí ofrecer alternativas que nos permitan salir jugando.

Así, se observa que una buena parte de la población ya no sabe bien qué esperar del asunto constitucional. Volátilmente, pasó de ser una de las últimas prioridades de los chilenos en el proceso de Bachelet, a ser -bajo la poderosa y peligrosa promesa de los derechos sociales y el fin de los abusos- una de las primeras preocupaciones en el curso del estallido social. Hoy, ya no nos podemos hacer los sorprendidos de haber vuelto rápidamente a nuestro tradicional y normal desinterés y bajas expectativas constituyentes.

De aquí se puede desprender también que la gente probablemente está confundida respecto a lo que puede y lo que no puede hacer una Constitución. Mientras la mayoría del foro académico arguye que la Constitución debe establecer básicamente las reglas del juego y algo más, otra buena parte de estos y la propaganda política ha querido convencer a la gente de que los “ofertones” constitucionales que prometen se pueden hacer realidad de la noche a la mañana. Basta recordar solamente que en la franja de la campaña del Apruebo se sostuvo seriamente que la colusión iba a ser “imposible” si se aprobaba el texto.

En algún sentido, sin embargo, lo que está de fondo en este comportamiento puede resultar razonablemente lógico. Las modificaciones al sistema político o las novedades en la redacción de las bases de la institucionalidad pueden ser deseables o necesarias, pero no suficientes para convencer al público objetivo de que una propuesta constitucional debe ser aprobada. Aunque pese decirlo, las constituciones en democracia deben ser “hijas de su tiempo”, lo que implica un audaz ejercicio de olfato político y prudencia para establecer límites y condiciones adecuadas, sin olvidar que el hecho de abrir la puerta a maximalismos puede ser una vía sin retorno.

Estas mismas dificultades son las que chocan de frente con algo muy característico de las sociedades modernas: los particularismos y las identidades, fenómenos que se han agravado en el último tiempo con las redes sociales que contienen algoritmos que reproducen constantemente esos gustos o intereses, llevando a una especie de fanatismo que logra incluso vencer a las pretensiones o demandas universales. Todos los grupos parecen querer llevar agua a su propio molino en el texto, topándose con el muro de contención institucional de los minimalismos y marco de acción de un verdadero texto constitucional, lo que desde luego genera un variado rechazo.

Entre el cansancio y el hastío probablemente existen razones más que válidas que explican por qué hoy la lámpara simplemente no se prende con el proceso en ciernes. Resulta ser un paradójico dato de la causa que el partido político más votado, con más consejeros constitucionales y capacidad de veto de normas, declaró siempre en su campaña que ni siquiera querían una nueva Constitución -y que no ven problema con la actual.

Aunque no parece exagerado diagnosticar que podríamos ir en vías de otro fracaso constitucional, al partido le queda buena parte del segundo tiempo más los descuentos. En la vuelta final se requerirá de las más excelentes virtudes y de “alta política” para dar vuelta el resultado. Pues, pese a parecer tener todo en contra, todavía está en manos de un esfuerzo encomiable y transversal de las fuerzas políticas.

Específicamente, y sobre todas las cosas, depende de que el Partido Republicano logre salir airado del laberinto de sus fantasmas y contradicciones, y que el Presidente Boric, con su talento característico, pueda mantener a raya a su atareada coalición. Así y solo así podrán demostrar que, esta vez, Chile puede más.

*Jorge Hagedorn. Investigador asociado de IdeaPaís y profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Finis Terrae.

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