En agosto pasado se cumplieron 50 años del “Síndrome de Estocolmo”, así llamado por el psiquiatra Nils Bejerot, que asesoraba a la policía sueca en el momento en que sucedieron los hechos. El lector recordará que se trató de un asalto a un banco con toma de rehenes. Éstos desarrollaron, aparentemente, un fuerte lazo emocional de afecto respecto de los captores, e incluso intentaron defenderlos de la policía a lo largo de los seis días que duró la captura. El “Síndrome de Estocolmo” no está aún reconocido como un diagnóstico en los principales manuales de psiquiatría del mundo. Sí se le reconoce, en cambio, como un efecto postraumático que incluye, además de aquellos sentimientos positivos hacia los captores, otros de miedo e ira contra la policía o contra cualquiera que intente atacar a los secuestradores. El Síndrome de Estocolmo se ha utilizado también para entender la compleja situación psicológica de los casos de violencia intrafamiliar, de mujeres golpeadas y situaciones semejantes. Hay quienes han explicado esta reacción como un mecanismo de supervivencia o de defensa en casos en que la propia vida corre peligro. En ocasiones semejantes, unirse al agresor parece ser lo aconsejable.
Como se ve, se trata de asuntos en los que se investiga una sorprendente reacción humana ante situaciones que involucran de manera personal a las víctimas de un hecho violento.
Pero ¿no podríamos extender el alcance de este síndrome a la política? Posiblemente, el caso de las recientes elecciones en Argentina, algo que resulta muy difícil de comprender conforme a los análisis politológicos habituales, tal vez tenga en el Síndrome de Estocolmo una buena herramienta de interpretación. Llamemos pues “Síndrome de Buenos Aires” a esto que acaba de ocurrir. Veamos cómo funciona.
Estamos frente a un país depauperado, con una pobreza superior al 40%, campeón mundial de inflación, poseedor de una moneda con cuyo valor el candidato Milei hizo una comparación escatológica. Observamos un país donde la promoción de los juegos de azar ya extiende sus ramificaciones al financiamiento de la pseudopolítica, y donde la actitud respecto del narcotráfico es sospechosamente permisiva.
Todo lo anterior es avalado precisamente por el candidato a Presidente ganador en las recientes elecciones, que de manera inexplicable desde un punto de vista no sólo ético, sino también jurídico, es el ministro dueño de la billetera fiscal.
Y es ahora cuando viene la jugada maestra.
El candidato Massa hace campaña con el dinero de todos, incluso de quienes no votan por él. Distribuye dinero en proporciones gigantescas, creando en los “beneficiarios” la ilusión de que eso es pura ganancia, y a su vez, estos favorecidos no pueden o no quieren darse cuenta de que ese dinero no es más que un préstamo de corto plazo a una altísima tasa de interés: el impuesto inflacionario. El candidato Massa asumió el ministerio más importante de Argentina con una tasa inflacionaria de alrededor del 5% mensual, y prometió que en su gestión la llevaría de inmediato al 3%, para ir bajando gradualmente. Pero ya la tiene en el 12%. Insisto, mensual.
Todo lo anterior está decorado con dos recientes escándalos en los que están involucrados directamente personas muy cercanas al candidato-secuestrador. Uno de ellos tiene como protagonista a un intendente en uso de licencia, que acaba de divorciarse de su esposa y con quien llegó a un acuerdo por 20 millones de dólares. Aparte del hecho de que no parece ser fácil justificar un pago de esa magnitud por parte de alguien que jamás trabajó en el mundo privado, el tal intendente fue sorprendido, dos semanas antes de las elecciones, en vacaciones de verano europeas a bordo de un costosísimo yate en Marbella, acompañado de una modelo (dato curioso: el yate se llama “Bandido”). Naturalmente, no se trataba sólo de la vocación náutica de los tortolitos, sino que también la aventura estuvo salpimentada con muy costosos obsequios por parte del enamorado.
El otro escándalo es el llamado “caso de Chocolate Rigau”. Chocolate Rigau es un empleado municipal del territorio bonaerense comandado por los kirchneristas. Chocolate tuvo la mala suerte de ser sorprendido extrayendo millones de pesos con 28 tarjetas de débito. Esas tarjetas pertenecen a supuestos “trabajadores” de la legislatura de la provincia de Buenos Aires, que obtuvieron contratos truchos. El trato es así: ellos son contratados, pero ceden sus tarjetas de débito, Chocolate Rigau extrae sus sueldos, y reciben a cambio una jubilación y servicios sociales sin ninguna obligación de contraprestación.
A pesar de todo esto, el candidato que tiene al país secuestrado y en estado de postración ética y económica, ha sido el ganador de estas elecciones. Sabe hablar. Se presenta en público con un discurso de moderación muy bien preparado y convincente. Ahora bien, su mayor acierto ha sido el de acudir a una estrategia propagandística basada en el temor. ¿Temor a qué? A que la gigantesca maquinaria de subsidios sea desactivada por sus competidores, especulando con el hecho de que el temor de los beneficiarios a perder los subsidios sea mucho más importante que la posible indignación que causan los hechos de una corrupción y desintegración moral sin precedentes en el país.
Ha utilizado el dinero de todos los argentinos para financiar, entre otras cosas, una gigantesca cartelería en las estaciones de trenes y de subtes, en donde se lee: “Trenes Massa: $56,18. Trenes Milei y trenes Bullrich: $1.100”. Se trata del precio de los pasajes subsidiados y sin subsidio respectivamente. Levante Ud. una baldosa en Argentina y encontrará un subsidio. Nos hallamos así ante un Estado manirroto que distribuye subsidios indiscriminadamente, y en donde la cultura del trabajo y el mérito ha perdido, en consecuencia, toda razón de ser. Para financiar esta locura de costos descomunales, el candidato Massa acude a la forma más rápida de financiamiento sin inversión: la emisión monetaria.
En fin, la ciencia política poco podría explicar de esto. Hay que decirlo, aunque parezca un chiste: esto es un asunto que pertenece más a la psiquiatría que a la ciencia política. Y por eso puede hablarse de un “Síndrome de Buenos Aires”, espejo político de lo que pasó en Estocolmo hace exactamente medio siglo, cuando las víctimas se pusieron del lado de los delincuentes.
*Jorge Martínez B. – Dr. en Filosofía. Académico en la Universidad Gabriela Mitral