Luego de más de veinte horas de viaje desde Chile, aterrizo en un vuelo Aeroflot en el aeropuerto Sheremetievo, en Moscú, ansioso por poner en práctica mis escasos conocimientos de la lengua rusa.

En la época soviética era muy común que los automovilistas recogieran pasajeros, tal como un taxi. Eran tiempos de escasez y dicha costumbre hizo, más adelante, que en Moscú los conductores de Uber no fueran perseguidos. Por eso pido tranquilamente un auto que me llevará a la zona de Kitai Gorad, que es en donde me alojaré en este, mi primer viaje a Rusia.

Las siete horas de diferencia que hay con Chile hacen que sufra de mucho jet lag. Creo haber dormido lo suficiente: miro por la ventana y está de día, pero son recién las 3:30 am. Es pleno verano.

La primera vez que escuché hablar de Solzhenitsyn fue en una sala de clases, terminando cuarto medio, cuando mi profesor de Física nos habló del libro “Archipiélago Gulag”, de la amenaza comunista y de cómo un profesor de matemática y física, como lo fue Solzhenitsyn, sufrió los embates de la violencia soviética. Eso fue en noviembre de 2004.

En abril de 2008 fui al lanzamiento del libro “Textos fundamentales para una sociedad libre. De Burke a Solzhenitsyn y Havel” (Ediciones FJG, 2008); el profesor Gonzalo Rojas expuso los alcances del libro y por qué una figura como Solzhenitsyn era necesaria revisarla, rescatarla y dejar algunas de sus reflexiones en un libro que se ocupara para la formación de juventudes políticas.

El Monasterio Donskoy y un museo

Salgo de la estación Shabolovskaya y me encamino hacia la calle Donskaya, que me dejará justo en la entrada del monasterio Donskoy, donde descansan los restos de Aleksandr Solzhenitsyn. No hay foto ni nada que indique su tumba.

Solzhenitsyn nació lejos de acá, en la ciudad de Kislovodsk, en el año 1918. Luego estudió en la Universidad Federal del Sur, entró a militar al Partido Comunista Soviético y se fue al frente de batalla, en plena Segunda Guerra Mundial. Fue en esa época que fue detenido por primera vez y trasladado por varios puntos de la URSS; Moscú es una de las tantas ciudades en donde vivió el «Profeta del siglo XX» -como lo catalogara Jaime Guzmán en alguna columna opinión ochentera-.

Seguir su pista en esta urbe, la segunda más grande de Europa, no es del todo fácil. Lejos de los grandes puntos turísticos de Moscú, como el Centro Panruso de Exposiciones o el Museo Cosmonáutico, los cuales se encuentran atestados de turistas, emerge el Museo del Gulag. Inaugurado recién en 2015, este museo intenta recoger -por momentos con éxito y otras de manera muy somera- la experiencia en los campos de concentración soviéticos.

En el Museo del Gulag no hay más de diez personas. Quizás lo que dice el historiador Orlando Figes es cierto: existe cierta ambigüedad en los rusos (y parece que también en los turistas extranjeros) con su pasado, en particular con las políticas que el estado soviético llevó a cabo y de las que Rusia es heredera directa. Ahí, en un pequeño rincón aparece una edición de “Archipiélago Gulag” de Solzhenitsyn, la obra que lo hizo famoso en el mundo y que le costó la expulsión de su amado país. Es poco el espacio que se le dedica; claro, Solzhenitsyn fue uno más dentro de las millones de víctimas del comunismo soviético.

Del barrio Ramenki y otras calles

He leído tres libros más de Solzhenitsyn desde mi primer viaje a Moscú. Estoy de nuevo acá, ahora en el aeropuerto Domedodovo, aterrizando en un vuelo que venía desde Minsk. Es febrero, pleno invierno, por lo que me encuentro con otra ciudad, distinta a la estival de mi primera visita.

Mi amigo Alejandro, viajero aventurero chileno que anda de paso por Moscú y que también es seguidor de Solzhenitsyn, me da un dato: la “Casa Solzhenitsyn”, en la calle Nizhnyaya Radishchevskaya, muy cerca de la estación Taganskaya. Llego al lugar, pero resulta ser un centro cultural con su nombre: solo hay un estante en el quinto piso con algunos manuscritos. Sin embargo, una funcionaria del establecimiento me explica que hace un mes y medio se inauguró la Casa-Museo de Solzhenitsyn en Moscú. Tomo el metro y me dirijo ahora a la estación Pushkinskaya. Al salir paso por una plaza que recuerda a Pushkin, el afamado poeta ruso del siglo XIX.

El edificio que alberga la Casa-Museo tiene una placa que señala que ahí vivió Solzhenitsyn. Es un tercer piso, aún se realizan algunos arreglos al espacio. Compro el ticket y comienzo el recorrido. Soy el único visitante de esa mañana y, según me dice la guía, el primer chileno en visitarlo; tal vez no sea cierto, pero me halaga con ese comentario. El museo se inauguró a fines de diciembre y aún no aparece en ninguna página de turismo.

Se trata de un recinto publico y tiene material inédito, como la chaqueta que Solzhenitsyn usaría el día que fuera a recibir el Premio Nobel, pero al que no viajó finalmente; un mural con todas las fotos de las personas que colaboraron en algún momento con Alekandr Isaiévich; la recreación del escritorio que tuvo en su casa en el exilio en EE.UU. Está todo muy bien ambientado.

La guía del lugar me pregunta por qué en Chile se han escrito libros sobre él; le explico que sufrimos el comunismo por un pequeño lapso y que la Guerra Fría también llegó a nuestro país, por tanto las advertencias de Solzhenitsyn lo convirtieron en una autoridad moral para advertirnos del daño que generan este tipo de gobiernos.

Me comprometo con los trabajadores del museo que en mi próxima visita le traeré esos libros. Les converso sobre Jordan Peterson, ese profesor universitario best seller-youtuber que en este lado del mundo ha escrito el prólogo de la 50ª edición de «Archipiélago Gulag» de Penguin House. No lo conocen, anotan su nombre. Ojalá algún día lo inviten a Moscú a hablar de él.

No quiero irme del museo, podría estar conversando con los funcionarios del lugar todo el día sobre cada pieza, sobre cada libro, cada apunte de Solzhenitsyn. Pero el tiempo apremia, no bastan quince días para visitar Moscú; se necesitan meses, años, tal vez toda una vida.

Ahora me encamino al Museo del Gulag, será mi segunda visita. Amigos que estuvieron en julio de 2018, para la época del mundial, me habían contado que lo habían encontrado cerrado. Efectivamente, en los días en que Moscú recibió la mayor cantidad de turistas en la historia de la ciudad, en el momento ideal para que el museo le mostrara al mundo los horrores del comunismo, justo en esas fechas se programó una remodelación de la muestra.

En 2019 el museo está mucho más interactivo respecto a mi primera visita, pero si mientras en el verano del 2017 no había más de 10 personas, esta vez, a las 7 de la tarde, yo era el único visitante. En el museo se mantiene un espacio para nuestro autor, un bolso, su foto y una edición de «Archipiélago Gulag».

Los días en invierno son muy cortos, pero no es excusa para recorrer y seguir en la ruta de Aleksandr I. Es temprano por la mañana, está despejado con un sol que empina el termómetro a los cero grados Celsius. Desde la zona del barrio Ramenki, cerca de la Escuela Nº37, que es donde me estoy quedando esta vez, me encamino hacia la estación de metro Universitet, para ir a la calle Solzhenitsyn. Luego de varias estaciones, llego a la calle que honra al escritor. Hay una estatua, pero los transeúntes ignoran su figura. Los rusos mantienen esa misma actitud que tuvieron con él hacia el final de su vida.

Quizás en un futuro viaje a Rusia me aventure a Rostov del Don, ciudad en la que estudió, o cruce la frontera y llegue a Kazajistán, hasta Kok-Terek, la ciudad en la que vivió desterrado. Por ahora me siento con un nuevo libro escrito por él que compré, el número 15 que leeré. Ahí está su verdadero legado y enseñanza.