“Y como la costumbre lo debilita todo, precisamente lo que mejor nos recuerda a un ser es lo que teníamos olvidado (justamente porque era cosa insignificante y no le quitamos ninguna fuerza)”.

Marcel Proust, en A la sombra de las muchachas en flor

Los traumas familiares han alimentado los mejores filmes de Pupi Avati (Bologna, 1938). Sólo recordemos a Il papà di Giovanna (2008), que en Chile se estrenó hace algunas temporadas, en el desaparecido y nostálgico Cine Arte Tobalaba. Acercándose a los 80 años, el realizador insiste sobre el mismo tema argumental, con Un chico de oro (Un ragazzo d’oro, 2014), que se exhibe durante esta semana y la próxima, junto a otros títulos, en el mencionado “festival” de cine itálico, organizado por el Centro de Extensión de la PUC.

Sharon Stone y Riccardo Scamarcio son los protagonistas de esta cinta. La primera artista, sin duda, ilumina el plató y el desarrollo de las secuencias, como cuando a principios de la década de los ’90, en un fotograma inolvidable de El año de las armas (1991), esperaba desnuda sobre una cama, en una habitación apostada en una ciudad que puede ser Milano o Roma, a Andrew McCarthy, quien las hacía de un temerario periodista que investigaba a las Brigadas Rojas, un grupo terrorista de orientación marxista, responsable del asesinato del premier demócrata cristiano Aldo Moro, en la convulsa Italia de fines de la década de 1970. Pero, ojo, que Scamarcio (quien encarna a Davide Bias) cumple en esta pieza, la que nos ocupa en las líneas precedentes y en las que vendrán, uno de los mayores papeles de su llamativa trayectoria, casi desconocida entre nosotros.

Bias es un aspirante a escritor que lucha ante la agobiante sombra de su padre (un libretista cinematográfico que en apariencia acaba de suicidarse) y severos trastornos mentales, en un diagnóstico que le obliga a medicarse continuamente. Tiene una novia sensacional, Silvia (la actriz Cristiana Capotondi), pero aun así la paz y la tranquilidad anímicas, están lejos de imperar en sus jornadas creativas y de desesperación emocional.

La muerte de su progenitor le obliga a enfrentarse consigo mismo, con sus miedos, con sus fracasos y con la necesidad de resolver ese inestable presente que le atormenta. La cámara de Aviati, entonces, le sitúa en el estudio de trabajo de esa figura familiar, que la dirección de arte ambienta con una oscuridad plena de sentidos estéticos y espirituales, en una clave para entender el estado psicológico de Davide; siempre a punto de estallar, en un espacio donde al fin encuentra el sosiego, la redención literaria, y paradójicamente, el despeñadero que le guiará a una crisis sentenciadora.

Los exteriores de la Roma que rodean al Vaticano (parques de sol y verde mediterráneo, pasajes, cafés), son mostrados por el autor en un afán de contextualizar la desunión que existe entre el protagonista y la cartografía de una ciudad bella, pasmosa y triste. Ese quiebre emocional y desapego se rompen en miles de cristales de esperanza, cuando, era que no, surge en el transcurso de la trama, el papel interpretado por Sharon Stone (quien interpreta a la editora Ludovica Stern).

En un motivo audiovisual que une a Avati con sus renombrados colegas europeos del presente (los galos Francois Ozon, y Philippe Garrel, por citar), el guión sigue una retórica dramática que además de explayarse en nudos temáticos como la soledad psicológica, el desamparo, la locura, la disfuncionalidad familiar, y el descubrimiento de la empatía y de la verdadera personalidad de un ser a la vez cercano y lejano, también se perfila en un descarnado largometraje inspirado en la imposibilidad de consumar una celebración total, en su desmedro apenas interna o espiritual, después de sortear los caminos o decisiones impostergables a escoger.

Sharon Stone y la Roma del barrio de Prati, pasan a componer una sola noción fotográfica. La editora espera en una terraza las entregas de correcciones que le hará el abrumado Davide, y en esos segundos, una visión de la urbe, una perspectiva de la imagen citadina que crea una atmósfera peculiar, reconocible, restrictiva. Como si esa entelequia, demostrara que la estatua mental del padre, fuese, lamentablemente para el protagonista, una valla incapaz de ser saltada y superada.

Sharon Stone cruzada de piernas lee los manuscritos en el mobiliario de un parque, mientras la locura de Davide Bias, arremete contra sus posibles rivales, fantasmas, enemigos, amantes furtivos y ocultos, inventados todos, de la rubia que se añeja como el vino. Tiene una novia que le entiende, pero inexplicablemente busca a otra mujer mucho mayor en edad, porque la soledad acompañada de alguien o alguna, quizás es la más dura y fuerte de sentir. Y el personaje de la Stone, que evoca al espectro de Dominique Sandá o de Charlotte Rampling.

La estructura literaria del guión aporta demasiado a la calidad artística del filme. Son nudos durísimos, fuertes, aunque bellísimos, en la amplia gama de significados que ofrecen. Renunciar a cuatro copas, a fin de obtener un trofeo, que nos dé lo mismo que los demás conozcan un dato esencial, si en contraste, nosotros, los únicos interesados, sabemos los detalles, de la totalidad de un asunto trascendental. Y la cámara (gracias al montaje), hila con virtud, los exteriores resplandecientes, cuyo centro es Sharon Stone, con los planos de estudio, de esa oficina, templo creativo del padre, laberinto y minotauro de la descendencia.

Un chico de oro es un drama de categoría literaria, audiovisual y actoral. Además de registrar con fidelidad cinematográfica los trastornos que le ocasionan a un único hijo varón, el constante conflicto y mantener una relación horrible con la figura del progenitor (que mientras no se resuelva, truncará cualquier construcción afectiva en el presente y futuro del interesado), la obra, igualmente, se extiende en torno a situaciones argumentales y estéticas, profundas y conmovedoras: la tragedia, por ejemplo, para una persona, de caer enamorado y rendido a los encantos de un ser que no le corresponde, según las circunstancias y la coyuntura.

Dirección de arte, fotografía, desplazamientos de una cámara experta, como la de Avati, las actuaciones de Stone, el compromiso de Scamarcio (quien aborda el genio de un loco, de un esquizofrénico sensible, carente y violento, en un conjunto lleno de matices y de composiciones gestuales y corporales), la belleza latina de Cristiana Capotondi, permanecen en la retina, en el descubrimiento de una costumbre, que creíamos olvidada: la de disfrutar del buen cine italiano.

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