La Concertación de Partidos por la Democracia fue una coalición política que gobernó Chile por casi un cuarto de siglo. Agrupando a la izquierda renovada y a los socialcristianos, esta coalición comenzó con un triunfo épico: le ganó a una dictadura cívico-militar jugando en la cancha que esta misma rayó, justamente para no perder. Esa campaña por el No hizo soñar a millones. Para los que por edad no conocíamos más que un gobierno continuo de uniformes militares y civiles, que mezclaba a la perfección las charreteras con los ternos oscuros, la ilusión nos desbordaba. Mucho tuvo que ver esa impresionante propaganda del arcoíris y la alegría prometida, de un optimismo a prueba de jinetes rojos y otras amenazas apocalípticas.

Los primeros años de la Concertación no fueron fáciles. Esa democracia tutelada enfrentó grandes desafíos, dando la oportunidad de graduarse de estadista a muchos de los políticos de aquella coalición de gobierno que, perdonando viejas cuentas por cobrar, pusieron a Chile por sobre toda otra consideración, incluso por encima de sus legítimos dolores personales. En una de esas ironías de la historia, fue a estos estadistas a quienes les tocó abogar por el antiguo dictador, cuando la defensa de la soberanía puso a prueba sus credenciales democráticas, oponiéndose a la aplicación de un principio de jurisdicción universal que pocos años después se guardó en el cajón de las teorías, cuando se dirigió en contra EE.UU. e Israel. Los de la Concertación fueron años de un progreso que nuestro país nunca antes conoció, gracias a distintas generaciones de chilenos dispuestos a surgir sobre la base del trabajo disciplinado y responsable, que valoraban esa frágil paz social que tanto nos había costado conseguir.

El problema es que, mientras todo esto ocurría, apareció la Concerta. Ya desde los primeros años de la transición, varios políticos de la coalición de gobierno rápidamente comenzaron a pasar de los acuerdos políticos con la derecha a la cohabitación pura y dura en los negocios. La derecha ponía la plata, la Concerta las conexiones políticas, y las lucas que volvían los beneficiaban a todos.

De a poco, estos otrora serios políticos devinieron en simples adoradores de Mammon, el dios de la riqueza. Gradualmente, el Estado de todos los chilenos se transformó en el feudo de la Concerta, su principal agencia de empleos. La repartija inicial se eternizó en funcionarios perennes, con amos y señores en cada repartición, que ofrecían su lealtad a esos políticos itinerantes de más llegada, que saltaban de un cargo superior a otro. Los esfuerzos por modernizar el estado generalmente chocaron con esa triste realidad, y si bien con los años se simplificó en algo la burocracia estatal, Chile siguió perdiendo mucho dinero financiando pegas seguras y poco exigentes para quienes estaban de alguna manera ligados a la Concerta.

Por años, ésta convivió con su pariente decente y serio, que quería lo mejor para Chile. Sin embargo, el confortable statu quo político de esa época, conveniente tanto para tirios como para troyanos, de puro favorable, terminó por anquilosar a la Concertación. Los candidatos a concejal, alcalde, diputado, senador y presidente eran cada vez peores, y el prurito de los primeros gobiernos concertacionistas se degradó en esa cada vez más desvergonzada Concerta que desilusionó a tantos chilenos como yo.

Una dictadura que atemorizaría a cualquiera no fue obstáculo para ese grupo de políticos renovados que, dejando viejas rencillas atrás, se unieron para devolverle la democracia a Chile. Lo que no pudieron las amenazantes charreteras y los severos ternos oscuros, lo consiguió la corruptela que viene necesariamente con la falta de alternancia política. Esos jóvenes de fines de los ’60 y comienzos de los ’70, que ocuparon puestos de relevancia nacional antes de tiempo, empujándonos al despeñadero en su adolescente fiesta de revoluciones en libertad o con vino tinto y empanadas, recuperaron el poder ya maduros y desembriagados de utopías. Creyéndose indispensables, se transformaron en un grupúsculo de elegidos que no estaban dispuestos a compartir ese poder con nadie. O, mejor dicho, con nadie que no les ofreciera más poder. Temerosos de la generación que los seguía, la excluyeron sistemáticamente de la mesa de los grandes, llegando a sacrificar bíblicamente a algunos de ellos, de sus mismas filas, para evitar que les quiten los puestos que se repartían, como esas sillas del juego que las musicaliza.

Años después, una nueva generación completamente desligada de sus padres y de sus abuelos, alzó su agresiva voz, manifestando sin ambages su desprecio hacia los próceres de antaño por haberse coludido con sus antiguos enemigos políticos, en beneficio propio. Entonces la Concerta se acordó de sus años revolucionarios y pasó a llamarse Nueva Mayoría, pero ya no pudo convencer a esos jóvenes radicalizados que no creen en el diálogo, en los acuerdos ni en la convivencia respetuosa entre personas de distintas ideas. Demonizada e igualada a la dictadura que admirablemente combatió, con todo el simplismo de estos días, y no sin algo de culpa, la Concertación de Partidos por la Democracia pasó a la memoria histórica de las nuevas generaciones por las más fea de sus caras; que no es otra que la Concerta, esa casta que todo lo transó.

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