El ataque de este mortífero virus, al igual que todas las grandes catástrofes, desafía muchas cosas. Como bien apunta Lluis Bassets, no hay que hacer marxismo microbiano para entender que las enfermedades infecciosas explican mejor las transformaciones de las sociedades que las estructuras económicas o que los llamados movimientos sociales e incluso que la influencia de las ideas filosóficas. Para ello, se apoya en el último trabajo de Frank Snowden (Epidemias y sociedad: de la peste negra al presente), cuya hipótesis apunta a cómo las epidemias explican de manera decisiva la caída de Imperio Romano, el hundimiento de las civilizaciones precolombinas, el fracaso de Napoléon en Rusia e incluso la expansión de EE.UU., al verse obligados los franceses a venderles Louisiana producto de la peste amarilla. A partir de esta premisa, se pueden especular muchas cosas amenas, pero también otras gravitantes. Por ejemplo, los numerosos desafíos planteados a la clase política.

En primer lugar, se observan desafíos de tipo general. Esta pandemia está midiendo la fortaleza (o la debilidad) de cada Estado, especialmente en lo referido a la responsabilidad con las finanzas públicas y, desde luego, sobre el sistema de salud que han construido. Este patógeno está desafiando también a los liderazgos; al tesón, a la claridad y a la fortaleza que tiene la clase política de cualquier país. Sin esas características, difícilmente sorteará el cuadro que tiene ante sí, ni podrá dirigir la indispensable disciplina social. Como si esto fuera poco, está un reto que suele pasar inadvertido. Que la clase política sintonice con la población en un tema tan sensible como es la muerte. Es difícil asumir que ésta se haya vuelto masiva y prematura cuando, gracias a la acción de la ciencia, se estaba haciendo retardable a niveles inimaginables. Incluso Yuval Harari nos había convencido que la muerte era un asunto técnico.

La verdad es que no ha de ser fácil ejercer la máxima responsabilidad política en estos días tan aciagos. Ni siquiera los populistas saben a qué atinar. Parecen haber captado (al menos algunos, y gracias a su formidable olfato) que el espacio disponible para impulsos políticos y arrebatos presupuestarios es más angosto que nunca. Por supuesto que tampoco lo es para aquellos que tienen en mente la prosperidad de la economía y el bienestar de la población.

Estos últimos enfrentan un dilema gigante. Si optan por estrategias drásticas y rigurosas (confinamientos forzosos, cuarentenas desesperantes) se les acusa de no atender la economía. Si, por el contrario, actúan con laxitud, optando por que el rebaño alcance la autoinmunidad, corren el peligro de ser tachados de criminales. Este dilema se acrecienta en ciertos países, donde se ha instalado una atmósfera de cuestionamiento a la autoridad basada en la improvisación; “una niebla de ignorancia”, como la califica Snowden. A eso debe añadirse esa extraña tendencia a cuestionar a los tomadores de decisión según sentires adolescentes, que parece haberse puesto tan de moda.

El cuadro descrito lleva a confirmar la vigencia de la hipótesis carlyliana (pese al transcurrir de las décadas) en orden a que tanto la contención como la aplicación de políticas dependerán en definitiva de la calidad de los tomadores de decisión; de la madera que tenga el político para enfrentar este flagelo. Aquel hombre de letras escocés, Thomas Carlyle, no se equivocó al emitir su famoso dictum, “la historia del mundo no es otra cosa que la biografía de los grandes hombres”. Imposible no tenerlo presente por estos días.

En tercer lugar están los desafíos institucionales. El patógeno plantea un reto muy fuerte a las estructuras políticas de cada país. Aquí cobran atención aquellos modelos denominados democracias algorítmicas. Se describe así a las singularidades de Singapur, Corea del Sur, Taiwán, y otras de anclaje confuciano que, si bien cumplen con los estándares institucionales occidentales propios de un régimen democrático, se orientan a materializar definiciones basadas en el procesamiento de gigantescos volúmenes de data, relegando a lugares discretos el debate y la individualidad, tan caros para el liberalismo occidental. Dado que no poca información estadística avala el éxito relativo de aquellas democracias algorítmicas en la guerra contra Covid19, hoy son objeto de curiosidad empírica y teórica. Trasunta una mezcla de distancia y envidia.

Un cuarto desafío se observa en el ámbito de la socialización. Nadie sabe cuál será la nueva configuración de industrias tan vitales para ésta, como son la de los deportes y la de la cultura, o actividades gregarias como la vida escolar y universitaria. ¿Cuál será el impacto en el largo plazo del distanciamiento social y de las nuevas posibilidades tecnológicas en estos asuntos? Nuevamente aquí se divisa la centralidad de la clase política. Imposible realizar una transición adecuada hacia ese mundo incierto, si ésta es dominada por la demagogia y su hermana menor, la mediocridad.

Si se llegara a producir un fatídico cruce de estos elementos, se habrá pavimentado el camino hacia un socavón gigante que ya se divisa. El estado en que quedarán las economías y la severidad de los ajustes en el ordenamiento internacional harán que la distancia entre los ubicados en la delantera y los rezagados sea irreversible. No sería extraño que las vastas zonas de lo que hoy conocemos como Tercer Mundo se conviertan en una especie de basurales de la civilización. Por cierto que es un panorama inquietante, pero no debe olvidarse que la política internacional suele asemejarse a yermos muy inhospitalarios y crueles. Chile ha llegado a una bifurcación.

Sin ir tan lejos, un problema muy actual como son las migraciones descontroladas se está abordando con ese tipo de lógica. Ejemplo de ello son muros o vallas electrificadas entre México y EE.UU., entre Ceuta y Melilla con Marruecos, entre Marruecos y el Sahara occidental y muchos otros; incluso algunos intra-urbanos. Se ha vuelto una normalidad que se discuta en ambientes políticos si a esas vallas se le añaden cuchillas o le suben el voltaje a los dispositivos instalados. En la antigüedad, los romanos se vieron sometidos a similares desafíos y exigencias. Decidieron cavar zanjas para distanciarse de indeseables. Líneas divisorias de tipo existencial que llamaron fossa regia. En sencillo, el desafío a la clase política no es menor.