El único punto que, por disposición de la presidenta Elisa Loncón, la Convención tratará en la sesión de hoy, es sobre una «eventual declaración de la Convención Constitucional acerca de las personas privadas de libertad con ocasión de la revuelta social y de la judicialización del conflicto político y social que mantiene el Estado con la nación mapuche».

La convocatoria es sinceramente insólita. Y lo es no solo porque el tono y el modo en que está planteada toma partido por una de las posturas en disputa, sino por un asunto anterior y de mayor relevancia: la primera sesión de la Convención citada para deliberar y adoptar acuerdos versa sobre un tema respecto del cual el órgano constituyente no tiene la soberanía para deliberar y acordar.

Esto último muchas veces se trata con frivolidad. Se asume que el que los órganos del Estado realicen declaraciones es algo permisible sin que sea necesaria una autorización expresa. Ello no es así. Las virtudes del constitucionalismo moderno, que han significado sin duda un avance civilizatorio en el modo en que nos organizamos políticamente, se estructuran sobre la idea de que los poderes del Estado deben disciplinar su obrar a lo estrictamente dispuesto en las reglas que lo regulan.

Así las cosas, el que los convencionales hayan sido electos por la ciudadanía, el que integren un órgano que tiene una tarea entre manos que significa, en último término, proponer los fundamentos jurídico-políticos de nuestro futuro, el que exista una aprobación ciudadana transversal en favor de esta tarea, no modifica en nada el hecho de que su propia labor tiene márgenes, límites, que está formalmente demarcada. Dicho de otro modo: la razón que se esgrime para legitimar el trabajo de redactar una nueva Constitución –la soberanía– es también el motivo por el cual debe rechazarse que la Convención exceda sus márgenes.

Loncón ha insistido en que la Convención viene a profundizar la democracia, y que las reglas que le han sido impuestas serían una piedra de tope para este fin. En realidad, despreciar las reglas equivale a despreciar la democracia, pues supone arremeter contra sus propias condiciones de posibilidad. Lo que está en juego no es para nada trivial, y de no enmendarse este primer traspié, de no abocarse la Convención a la tarea que en estricto rigor la ciudadanía le ha encomendado, comenzaremos a recorrer una senda que nos puede llevar al fracaso de la válvula de escape que se ha propuesto para canalizar nuestra crisis política.

Deja un comentario

Debes ser miembro Red Líbero para poder comentar. Inicia sesión o hazte miembro aquí.