En Chile no estamos acostumbrados al tipo de humor ácido que muestran habitualmente algunas publicaciones o programas de televisión en Europa y Norteamérica. Así de simple. La mofa brutal que en otras partes es moneda corriente aquí no sólo sería considerada de pésimo gusto, sino una afrenta intolerable a la convivencia civilizada.

Ignoro si eso es bueno, malo o por completo irrelevante; sencillamente constato que, para nuestro marco de referencia, ilustraciones como las que han adornado muchas portadas del hoy célebre semanario satírico francés Charlie rompen cualquier esquema. Quizás sólo las portadas de The Clinic admiten algún paralelo, pero incluso el irreverente semanario chileno dudaría en publicar una caricatura de Mahoma lamentando lo duro que es “ser amado por imbéciles” (en alusión a los integristas), de la Virgen María pariendo a un niño Jesús muerto de la risa, o de un rabino sosteniendo un Talmud bajo la ducha porque “es un libro mágico que transforma el agua en gas y el gas en oro”, por mencionar sólo tres ediciones de Charlie con temática religiosa.

A propósito de imágenes transgresoras como ésas y otras que circulan por estos días en que el sangriento ataque terrorista a la revista francesa ha acaparado la atención del mundo, ¿cuántos no hemos escuchado comentarios del estilo “hay que reconocer que se pasaron de puntudos” o “casi estaban pidiendo lo que les pasó”? Aunque se apresuran a condenar sin matices el asesinato de inocentes por motivos religiosos o políticos, hay quienes creen que el humor de Charlie excede los límites del ejercicio legítimo de la libertad de expresión. Al parecer, cuando se ofende gravemente a un grupo dentro de la sociedad —sobre todo si se trata de sus creencias religiosas—, el derecho a expresarse libremente no sería defensa suficiente.

En una reciente columna sobre el tema publicada en este medio, el ex ministro Rodrigo Hinzpeter decía que “en la libertad de expresión no hay espacio para la burla insultante, el desafío molesto, el fanfarroneo irritante o el abuso necio”. Discrepo, porque el derecho a mofarse de temas y personajes otrora “intocables” —incluso en forma soez— está en la raíz del surgimiento de las sociedades liberales. El humor satírico es con frecuencia una forma saludable de crítica, pero incluso cuando no persigue otra cosa que la risa fácil es parte del “paquete” que acompaña el derecho a hablar con libertad en la tribuna pública. No olvidemos que hace pocas semanas Corea del Norte advertía que una película norteamericana que satirizaba a Kim Jong Un —de quien sus compatriotas tienen prohibido burlarse, por cierto— era nada menos que una amenaza para la paz mundial, además de un terrible insulto a su pueblo.

Algo muy distinto es pretender que ese derecho ampare el lenguaje que incita al odio y justifica la violencia en nombre de una ideología, cualquiera que sea. En este sentido, tiene razón Hinzpeter cuando valora que muchos países castiguen penalmente las expresiones que hacen apología del racismo o la xenofobia, pues su objetivo es sembrar ideas probadamente nocivas para la paz social, la justicia y el progreso (también sancionan la negación de crímenes como el Holocausto, aunque a mi juicio eso es algo que se enfrenta mejor con la montaña de evidencia sobre esas atrocidades que multando o encarcelando a quienes escogen ser ciegos a la realidad). Ese tipo de discurso es, en esencia, antisocial, por lo que una comunidad hace bien en definirlo como inaceptable.

Lo deseable es que la libertad de expresión “se ejerza respetuosamente”, como afirma el ex ministro. Sin embargo, el peligro de ir acotando lo que se considera “respetuoso” —y que presumiblemente puede cambiar— es descender por una pendiente resbaladiza en que la lista de temas y personajes que no pueden ser objeto de burla se vaya haciendo cada vez más extensa. Si hoy decidimos que mofarse de figuras como Mahoma o la Virgen María excede lo que la libertad de expresión estima permisible, en el futuro podría argumentarse que también está fuera de lugar la sátira contra otros personajes o mitos emblemáticos, religiones, instituciones, autoridades, minorías, nacionalidades, acontecimientos y hasta corrientes intelectuales.  (¿Qué será menos ofensivo: burlarse del darwinismo o del creacionismo?).

El indispensable derecho a la honra busca proteger a las personas de imputaciones o agravios que menoscaban su dignidad en términos muy concretos establecidos en la ley. Hacerlo extensivo a otros planos para castigar ofensas a determinados grupos —cuyo número irá siempre en aumento— sería un grave retroceso para la libertad. En el caso del extremismo islámico en Francia, sugerir que la irreverencia de Charlie es parte del problema es concederles un punto a los terroristas.

 

Marcel Oppliger, Periodista.

 

 

FOTO: VALENTINA CALÁ / FLICKR

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