Hace algunos días, Osvaldo Andrade desestimaba las declaraciones de Peñailillo en relación a la existencia de una “vieja y nueva guardia” dentro de la Nueva Mayoría. La tesis del ministro del Interior es que el sucesivo concierto de voces disidentes dentro del oficialismo sólo buscaría defender el status quo y desestabilizar una oleada “reformista” inédita en la historia reciente del país. Más aún, que ciertas críticas a la falta de prolijidad del gobierno en materia de probidad, personalizadas ahora último en su figura, serían a la postre actos de deslealtad y disparos que atentarían contra la legitimidad de la misma Presidenta.

Esta tesis se ha constituido en discurso oficial y majadero del Ejecutivo. El mismo vocero de gobierno, Álvaro Elizalde, llegó a señalar que “cuando se enfrentan desafíos hay dos alternativas, o ser parte del problema o ser parte de la solución y el llamado que hacemos a todos los dirigentes políticos es a actuar con responsabilidad y ser parte de la solución”. Es decir, la crítica de Andrade es el problema y se define como una actuación poco responsable. A su vez, la falta de celeridad de la Presidenta para condenar y revertir actuaciones de su hijo en el caso Caval, las conferencias de prensa presidenciales anodinas y confusas dirigidas a no reconocer lo evidente, o la escasa claridad de Peñailillo para defender y transparentar los tres informes técnicos que lo hicieron acreedor a un pago de 16 millones de pesos por la empresa de Martelli, serían la solución idónea para lidiar con una creciente incredulidad ciudadana en sus instituciones y representantes.

La utilización de este tipo de discursos ausentes de lógica –y ética-, exaltadores de defensas corporativas y promotores de una cacería de brujas contra ciertos infieles que osen desafiar el reinado del “sin sentido”, no es algo nuevo. Son parte de una vieja táctica política, aprendida y aplicada de forma sistemática por “nuevos” políticos que creen reinventar la rueda, orientada a distraer la atención pública, evitar la validación de verdades incómodas que amenacen su poder, y dirigida a endosar actos de herejía propios en rivales de turno. Peñailillo y Elizalde serían (guardando las proporciones, por supuesto), discípulos tácticos de un León X, el rey de las excomuniones y la venta de indulgencias, que no trepidaba en fustigar a aquellos que cuestionaban su entereza moral y rol en el financiamiento de “obras nobles” o en la anuencia con financistas de dudosa reputación (o que ayer validaron la masacre de sus ideas, derechos y referentes).

Para el caso de este gobierno, la táctica explicitada tiene una versión comunicacional pública evidente. Dio sus primeras luces con el discurso de la retroexcavadora. Siguió con los videos de la reforma tributaria donde se satanizaba a empresarios y opositores a la legislación propuesta por el gobierno. Continuó con el uso del aparato propagandístico para denunciar una persecución “injusta” y un menoscabo premeditado de la honra de ciertos líderes y funcionarios de gobierno y figuras oficialistas imputados por boletas ideológicamente falsas a SQM (pero en octubre del año pasado cuando caso PENTA azotaba a Andrés Velasco y múltiples personeros de la UDI, Peñailillo hacía un llamado a la prudencia, a dejar que “la justicia haga su trabajo en forma autónoma”). Y está terminando con una cruzada gubernamental contra la deslealtad, individualizada ahora en Andrade.

El reinado de dicha táctica (que algunos confunden con estrategia), sólo pone de manifiesto la ausencia de una estrategia coherente, de una filosofía y ethos de gobierno claro que supere el disfraz reformista populista. Opera de forma infructuosa como un recurso permanente para mitigar las inconsistencias entre lo que se proclama y se hace. Peor aún, anula el espíritu fundacional del gobierno bacheletista sustentado en la inclusión, el diálogo y el respeto por las diferencias. Y, por último, destruye toda ilusión ciudadana de cambio político y social. Precisamente porque revela unos liderazgos de “recambio” cautivos de antiguas prácticas, poco solidarios, funcionales a ciertos intereses conservadores, inmovilistas. Unos liderazgos más cercanos a los predicamentos de Maquiavelo o Sun Tzu, donde la política y su comunicación serían un campo minado donde se construyen realidades y adhesiones desde la desconfianza. Donde la ambición y el efectismo superan a los principios y definiciones de fondo, o el miedo y la caricatura del rival son el arma predilecta para forzar la adopción de ideas propias. Se divide para gobernar y se dá paso a una dinámica blanco-negro absolutista, soberbia, con el lamentable resultado de ganadores y vencidos.

 

Juan Cristóbal Portales, Director Magister Comunicación Estratégica Universidad Adolfo Ibáñez.

 

 

FOTO: SEBASTIÁN RODRÍGUEZ/AGENCIAUNO

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