Cuando en Chile nace un niño, se convierte de inmediato en un contribuyente que paga impuestos. Su primer pañal y su primera mamadera han pagado un IVA para llegar a él y durante toda su vida pagará uno de los más altos impuestos de ese tipo del mundo por cada compra que haga para satisfacer sus necesidades. A medida que crece, pagará tributos por casi cada cosa que precise: si necesita un trámite, si requiere documentos oficiales, si percibe algún ingreso, si se moviliza, si necesita algún servicio y hasta si se enferma y fallece. La cuenta de la matrona y del ginecólogo que lo trajeron al mundo, así como la del sepulturero que lo entierre, conllevarán impuestos que afectarán a sus familiares o a sus herederos. Esta situación de explotación permanente y vitalicia, a muchos les parece tan natural que ni se dan cuenta de ella. Pero para un ente pensante se imponen algunas preguntas: ¿Por qué es este pago continuo? ¿Qué se está comprando con él? ¿A quién se le reclama si es que no se recibe lo que se paga?  

La obligación de ese pago de tributos continuo y vitalicio se genera porque, desde el momento del nacimiento, se ha suscrito un contrato social tácito y por adhesión que impone el Estado Chileno. Según ese contrato social tácito, todo ser que habite en el territorio nacional está comprometido, se supone que volitivamente, a tributar y a obedecer y respetar las leyes que ese Estado se ha dado en el pasado y se da durante el transcurso de su existencia. En ese contrato social se consigna que, a cambio de esa servidumbre vitalicia, el Estado le entrega al individuo una serie de servicios y beneficios, de modo que los tributos son como el pago en cuotas de esa entrega. ¿Y cuáles son esos servicios y beneficios? En primer lugar, es el pago de un ejército de Fuerzas Armadas y de Orden que le garantizan la seguridad interna y externa a su persona y a sus seres queridos. En segundo lugar, es el derecho a utilizar una infraestructura nacional (calles, caminos, puentes, puertos, balnearios, etc.), que ese Estado se compromete a mantener y expandir constantemente. En tercer lugar, paga el derecho a acceder a servicios básicos para la vida, como son el agua, la energía, la movilización, el correo, la red de comunicaciones, etc. En cuarto lugar, el Estado está comprometido a entregarle educación, y atención sanitaria de calidad y oportunidad.

Además, el Estado tiene la obligación de darle oportunidades de trabajo justamente remunerado y oportunidades de progreso personal dentro de un sistema económico progresista. En último lugar, también tendrá derecho a la multitud de servicios adicionales que el Estado ha prometido a través de sus procesos legislativos y que en nuestro país son muchos y de los cuales la mayoría de nosotros ni siquiera llega a enterarse.

Mientras nuestro individuo tomado como ejemplo se mantiene conforme con ese estado de cosas, no se siente “esclavo” sino que “socio” del Estado. Si la mayoría de los ciudadanos piensan igual que él, el sistema democrático que nos rige es eficiente y estable. Pero, cuando nuestro individuo siente que no está recibiendo lo que paga, se empieza a poner furioso porque, además, descubre que no tiene instancias reales para reclamar la falta de cumplimiento del Estado al contrato social al que él no puede renunciar. Y cuando los descontentos son mayoría, el sistema completo comienza a perder aceptación y estabilidad. A ese punto se llega cuando ni siquiera su descontento, expresado en las elecciones libres e informadas, provoca reacciones correctivas.  Entonces, y por escabrosos caminos, se llega al Estado de rebelión que anula la legitimidad del gobierno de turno.

Peor aún, esa multitud de descontentos comienza, tal vez por primera vez en su vida, a dudar del sistema democrático en que nació y surgen los extremismos que ya percibimos. Comienza también a darse cuenta de todos los engaños en que ha sido mantenido, y con los cálculos llega a la penosa conclusión de que casi todos los tributos que percibe el Estado van a parar, de alguna u otra manera, a cuentas de costos de producción y terminan afectando los precios de todo lo que consume, de modo que el Estado es, en realidad, el mayor agente de la inflación que impacta directamente a su bolsillo.

Sin embargo, cuando el ciudadano corriente ve con sus ojos que el Estado está mejorando al país y está ocupando sus recursos en forma palpablemente positiva, vuelve a conformarse y se aplaca su inquietud de modo que los “socios” se vuelven mayoría y los “esclavos” se tornan en minoría. En sentido contrario, cuando el ciudadano comprueba en el Estado actos de dispendio, de corrupción o de sinecuras para los partidarios del gobierno de turno, el número de “esclavos” se multiplica, se hace mayoritario y todo el sistema comienza a dar señales de derrumbe.

Estas sencillas reflexiones demuestran el terrible daño que causan episodios como los que han abundado en el todavía corto gobierno de Gabriel Boric. Con escandalosa impudicia, se asiste a la incorporación de allegados políticos al número de cargas del Estado, al dispendio de gastos superfluos en los más altos cargos del gobierno, al robo descarado de recursos públicos por parte de verdaderas maquinarias inventadas para defraudar al fisco. Ese espectáculo no sólo ha dado al traste con el prestigio y la credibilidad del actual gobierno, sino que está llevando al país a un grado de inestabilidad verdaderamente alarmante. 

Ello, sumado a la incapacidad de administrar una corrección suficientemente profunda, torna inaceptable la idea de prolongar esta situación por casi tres años más. Todo hace pensar que ha llegado la hora de que Gabriel Boric enfrente con realismo la conveniencia de dar un paso al costado con la esperanza de que pueda hacerlo sin provocar una crisis constitucional que ponga en peligro todo el sistema democrático al que juró respetar y proteger.

Deja un comentario

Debes ser miembro Red Líbero para poder comentar. Inicia sesión o hazte miembro aquí.