Hace más de un año, en medio de la crisis social iniciada en octubre 2019, nos dimos la tarea de pensar en algunos de sus posibles desenlaces. Como señalamos en su momento, precisamente por encontrarnos frente a tanta incertidumbre, era necesario delinear posibles escenarios futuros que nos ayudasen a ordenar la por entonces caótica discusión política nacional. El supuesto en que se basaba ese ejercicio es que, si bien el futuro no puede predecirse con cabalidad, sus contornos generales sí pueden ser identificados. Distinguimos en ese momento tres alternativas a corto y mediano plazo respecto de la deriva de la crisis social: la vía de la reforma y retorno rápido a la normalidad a través de reformas sectoriales; la vía de la construcción de un nuevo pacto social y la generación de una nueva Constitución y, por último, la vía de la revolución centrada en la movilización social permanente hasta poder derrocar el sistema neoliberal.

Hoy día, más de un año después de dicho ensayo, debemos reconocer que la realidad de los hechos ha superado en larga medida las predicciones que hubiéramos podido realizar entonces. El futuro posible que identificamos difiere significativamente del futuro realizado. La pandemia por Covid-19, con sus impactos tanto políticos, como económicos y sociales, consiste en este sentido en uno de esos “cisnes negros”, sucesos imponderables al momento de realizar diagnósticos del futuro, pero que alteran radicalmente sus probablidades y formas de expresión. Pese a aquello, podemos ver con claridad que, de los escenarios que hace un año se prospectaban, solo uno se ha impuesto, la vía de la construcción de un nuevo pacto social por medio de un nuevo texto constitucional, mientras que los otros —pese a algunos nostálgicos— parecen haber ya caído en segundo plano.

Es de esta nueva posición, entonces, que nos aproximamos ahora a repetir el ejercicio, preguntándonos sobre los distintos caminos que podrá tomar el debate constitucional, tomando en cuenta las divergencias e impactos socio-políticos generados por la pandemia respecto de las expectativas que se habían ido generando a consecuencia del estallido social, e identificando de esta manera posibles líneas de desarrollo. En particular, sostenemos que es útil delinear los distintos ‘futuros’ posibles para el debate constitucional en función del tipo de ‘cambio’ que este vaya a marcar respecto de la trayectoria histórica del país. Cabe recordar, a este respecto, que el ímpetu popular que llevó a solicitar una nueva Constitución para Chile articuló una multiplicidad de expectativas, esperanzas y demandas diversas, muchas de las cuales abogaban por una transformación radical del modelo de desarrollo, gobernanza, valores y relaciones sociales y socio-económicas del país, delineandose la futura carta constitucional como un nuevo ‘pacto social’ que diera forma e impulso a estas expectativas. Por lo cual, el futuro del debate constitucional dice fuerte relación con el tipo de ‘cambios’ que este prospecta para el país.

En este sentido, tal como lo hicimos en nuestro esfuerzo anterior, distinguimos tres principales escenarios, sin perjuicio de que puedan existir numerosas posibles variaciones o hibridaciones. Denominaremos un primer escenario como ‘gatopardismo’ político, en el que el diseño de una nueva constitución se reduce a un cambio principalmente simbólico, sin una alteración significativa en lo que respecta a la orientación de las políticas públicas. En segundo lugar, prevemos un escenario ‘populista’, caracterizado por el contrario por la amplificación hipertrófica de la retórica de cambio implícita en el discurso de la nueva Constitución, expresada principalmente en promesas cortoplacistas y orientada a lograr la aprobación popular inmediata. Por último, posicionamos una tercera opción, la cual defenderemos explícitamente como la más deseable —si no necesariamente la más probable: esta se hace distinguible por un énfasis en evitar —o balancear— los empujes opuestos en dirección al gatopardismo y al populismo, y por la utilización del cambio constitucional como un incentivo para la reflexión y la discusión de las medidas necesarias para impulsar el desarrollo del país a largo plazo.

Gatopardismo: todo cambia, nada cambia.

En su celebre obra ‘El Gatopardo’, Giuseppe Tommasi de Lampedusa retracta el escenario socio-político de la Italia a caballo entre los fines de la Belle Époque y el comienzo del ‘siglo breve’, un escenario caracterizado en apariencia por grandes cambios, con las élites tradicionales desplazadas por los nuevos poderes emergentes, pero sin impactar realmente las estructuras sociales ni las oportunidades reales, sobre todo de los grupos más desaventajados: un escenario, en síntesis, donde todo tenía que cambiar para que nada cambiase.

El riesgo del gatopardismo está presente en el escenario nacional. No es preciso engañarse en este punto: el cambio constitucional puede resultar en un hito en la historia de Chile pero también puede devenir en un mero cambio cosmético.

Ciertamente, existen incentivos para esta situación. La conservación de los equilibrios de poder existentes y la capacidad de estos de manipular el texto constitucional resulta en este sentido determinante, especialmente si sus representantes consiguen subsumir su debate e interpretación a estos fines para mantener de facto sus posiciones y, de paso, relegitimar sus intereses. Precisamente por lo anterior resulta preocupante la invitación del gobierno a que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos asesore el proceso de redacción de la nueva Constitución, en tanto abre la puerta para convertirlo en un asunto de naturaleza presuntamente técnica a puertas cerradas en lugar que una discusión política pública y soberana.

Cabe destacar que salvo eventos políticos importantes en los próximos meses, el camino más probable es la redacción de una nueva Constitución y su posterior aprobación. Sin embargo, esto no implica necesariamente que su contenido refleje distintas sensibilidades en la sociedad chilena y sea capaz de fungir como carta de navegación para el desarrollo del país. Por el contrario, este escenario se hace probable si, resultado de lo indicado anteriormente, su proceso de redacción deviene en puro conflicto ideológico, incapaz de aunar criterios comunes, o, producto de la búsqueda extrema de consensos, en la integración de ideas contradictorias, sin un proyecto nacional claro identificable.

En este escenario, la relevancia del cambio constitucional se vería seriamente mermada. Sería un punto de quiebre, entonces, pero principalmente simbólico y no estructural. Si nuestro análisis es correcto, esto aumentaría las bases para una crisis social, quizá no en el futuro inmediato, pero sí dentro de los próximos años, motivada por la sensación de una nueva traición de la clase política respecto de las demandas sociales.

Populismo: en el nombre del pueblo y la nación.

Los últimos años han vivenciado una multiplicación de fuerzas ‘populistas’ en distintos países y regiones, distinguiéndose tanto vertientes de izquierda, centradas a menudo en la afirmación de una idea inclusiva y progresista de ‘pueblo’, así como populismos más de derecha, articulados alrededor de una semántica más exclusiva y conservadora de ‘nación’. Ambas se caracterizan por un rechazo respecto de las instituciones —y élites— establecidas, por el frecuente recurso a promesas exageradas de cambio, usualmente de carácter cortoplacista, y por su tendencia a emerger especialmente en contextos de crisis o, al revés, de estancamiento.

Resulta relativamente sencillo identificar las semillas del populismo en el debate político nacional actual. En las discusiones de las derechas aparece tanto en la afirmación que el estallido social se explica principalmente como resultado de la intervención extranjera —salvando de este modo una idea pura sobre el desarrollo reciente del país— como en la explicación de los problemas económicos como el producto de la llegada excesiva de inmigrantes. Por su parte, en los debates de izquierda se expresa en el entendimiento que el neoliberalismo (con su aprovechada indefinición asociada) es la causa de todos los males o en la propuesta de medidas rápidas y cortoplacistas, como el énfasis en el segundo y luego tercer retiro individual de ahorros previsionales, que atacan los síntomas en lugar de las causas de problemas complejos como el diseño de un sistema previsional solidario.

En este sentido, con independencia de su orientación, los populismos comparten la idea de que problemas complejos pueden ser resueltos fácilmente. Por lo general, las medidas propuestas reflejan el sentir de un sector importante de la población, asegurando las perspectivas políticas inmediatas de sus propulsores. No resulta importante en este escenario si acaso las iniciativas son coherentes con un plan de desarrollo nacional a mediano o largo plazo o, incluso, si acaso son consistentes con las líneas político-partidistas tradicionales. El populismo es en este respecto tan pragmático y eficaz como es irreflexivo. Su ideología, y su promesa de futuro, no tiene la profundidad y estructura propias de las posturas políticas convencionales —y partidistas— pero la cambia por la fascinación e inclusividad de una promesa de emancipación universalizada a todo el ‘pueblo’ (o la ‘nación’).

El éxito de este futuro depende de condiciones que ya se encuentran disponibles en el caso chileno: desconexión entre los partidos políticos y ciudadanía, aparición de demandas sociales urgentes, agudizadas por la pandemia, y emergencia de líderes carismáticos capaces de arrogarse a sí mismo la representación del pueblo o de la nación. De desarrollarse esta línea, debiese entonces esperarse una alternancia entre dos extremos: por un lado, breves momento de unidad, obtenido a costa del progresivo reemplazo del debate público informado por la lógica de los eslóganes, rápidos y efectivos, pero incapaces —o desinteresados— en pensar en el futuro de mediano y largo plazo. Por el otro, una amplificación en la lógica confrontacionista en el debate político, con una radicalización de semánticas del tipo nosotros-ellos, y una probable profundización de la crisis de legitimidad de todas las instituciones políticas, independiente de su ‘color’.

Reflexión como principio: ¿qué queremos para Chile?

En contraste a estas dos opciones, que deforman los principios inspiradores del cambio constitucional, sea abandonando su pretensión de cambio estructural o subordinando su retórica de cambio a objetivos faccionales o cortoplacistas, argumentamos en favor de una tercera opción, que reconozca la improbabilidad y dificultad de los cambios que se quieren poner en acto, sin renunciar por eso a anhelar un futuro mejor, más sostenible y más justo. Resumimos esta perspectiva como “dignidad reflexiva”, entendida como la promoción del debate apasionado sobre la mejor organización política de nuestro país en el marco de la generación de un marco consensuado sobre los retos que le deparan a Chile los próximos años, por ejemplo, en términos de recuperación —sostenible post-pandemia.

Según lo proponemos, complementar “dignidad” con “reflexión” implica tomar consciencia de la existencia de “decisiones trágicas”, esto es, decisiones cuyos resultados son necesariamente insuficientes e insatisfactorios con miras a lo que se desea. Decidir es en este sentido distinguir: separar tareas, identificar grupos relevantes y asignar grados urgentes de diferencia abandonando toda expectativa de totalidad inmediata. Esta cualidad del decidir —ser inherentemente selectivo— es generalmente pasada por alto pues, desde el punto de vista de la comunicación política, cualquier priorización resulta problemática. Para el gatopardismo la paradoja no aparece: la decisión es simplemente no decidir y que todo siga igual. Por su parte, para el populismo, la paradoja es resuelta con simplificaciones: el líder, representante directo del pueblo, sabe cuáles son las mejores decisiones y, si acaso estas no tienen el efecto predicho, se trata de la intervención de un gran enemigo oculto.

En contraste, la idea de reflexión se toma en serio la práctica política y arguye que el futuro del país debiera basarse en una idea discutida de lo que queremos para el futuro, reconociendo en este sentido la necesidad de decidir qué es lo que queremos y, quizá más importante, qué es lo que no queremos. El debate constitucional ofrece una oportunidad excepcional para avanzar en esta dirección.

Tres condiciones parecen fundamentales para el éxito de esta trayectoria. Primero, asegurar políticamente la igualdad de participación de todos y todas en el debate sobre la nueva constitución, prestando especial atención a aquellas variables, como ingresos, edad y tiempo disponible para discutir temas políticos, que puedan desincentivar la participación de uno o más grupos. En la misma dirección, dichas decisiones deben ser sometidas constantemente a análisis ante el reconocimiento de nuevas variables que puedan estar afectando la inclusión en el debate de ciertos segmentos de la población.

Segundo, se requiere asegurar la existencia de un mínimo de formación cívica, pero también política e incluso científica, de modo de permitir el intercambio informado de ideas en el debate constitucional. Solo de esta manera se hará posible que la población en general pueda participar activamente en estos debates, reduciendo o anulando la brecha entre clases sociales y generando la necesaria vigilancia ante posibles escenarios de gatopardismo impulsados por las élites e inmunizando igualmente ante los cantos de sirena del populismo. Por un lado, la educación, formal e informal, junto con los medios de comunicación tiene un rol central en este respecto como los principales responsables de la formación de opinión sobre temas de interés público. Por otro lado, la investigación científica, idealmente interdisciplinaria, puede ayudar a identificar las variables que influyen en la participación de la población en la discusión política e impulsar a través de estos conocimientos su incorporación en los criterios de participación en el diseño de la nueva Constitución.

Finalmente, se necesita de una visión compartida del país que queremos a largo plazo, idealmente acompañada por la afirmación simbólico-práctica de una serie de valores compartidos. La clase política junto con la población en general tienen una misión trascendental para alcanzar este propósito. Sin embargo, es preciso notar que sin un debate informado en igualdad de oportunidades la concreción de esta visión resulta en un acto ritualista o una retórica vacía de los partidos: de ahí la importancia del cumplimiento de las dos primeras condiciones.

¿Qué podemos (y debiéramos) esperar?

Para concluir, valga señalar que si se examinan las tendencias predominantes en el presente, el clima político parece estar orientado hacia un dominio futuro de un populismo de izquierdas, coherente superficialmente con las proclamas del movimiento social. Los diferentes actores parecen darse cuenta de esta situación, sea adhiriendo explícitamente, en el caso de representantes de partidos de izquierda o de centro izquierda, o apropiándose de su lenguaje, entre los representantes de partidos de derecha. No obstante, se debe destacar que la opción gatopardista tiene también posibilidades en el escenario actual: precisamente por la naturaleza del desafío, esto es, impulsar un cambio en el modo de organización política dominante por al menos los últimos 40 años, resulta tentador aprovechar el hito para no impulsar transformaciones significativas y reducirse en cambio a administrar lo existente, legitimado ahora por el hito simbólico del cambio constitucional.

Bien pudiese además pensarse en una combinación de los escenarios 1 y 2, esto es, un populismo que asegura que la política pública no cambie de manera significativa precisamente por su foco en transformaciones retóricas. Esta alternativa resulta a nuestro juicio la más riesgosa, en tanto sienta las bases para una nueva crisis social a corto plazo de proporciones mayores y menos manejable institucionalmente, por la memoria ahí disponible del fracaso de la vía de la nueva constitución y agudizada, además, por la pandemia y los efectos que la subsiguiente crisis económica conlleva para gran parte de la población.

Por su parte, la opción por la reflexividad, en nuestra opinión la más beneficiosa en el largo plazo, puede sin embargo ser vista por muchos con suspicacia. Para el gatopardismo sugiere indeseados cambios importantes. Por su parte, para el populismo la apelación a la reflexividad remite inmediatamente a la preponderancia de expertos tecnócratas que alejaría el proceso decisional de la ciudadanía, sugiriendo en cambio que líderes carismáticos —por la pura gracia de su intuición— serían mejores en representar el pueblo.

El futuro, como ya señalamos al comienzo de este ensayo, es incierto. Bien puede surgir un nuevo “cisne negro” que altere radicalmente los actuales debates constitucionales o los convierta incluso en una cuestión secundaria ante las nuevas urgencias del futuro presente. Pero a pesar de esto creemos que vale la pena pensar en lo que queremos como país: más allá de los simulacros del gatopardismo y los eslóganes a corto plazo del populismo, ¿seremos capaces de construir una nueva Constitución realmente transformadora y democrática, capaz de hacer frente a los retos y cambios que esperan a nuestra sociedad y al mundo en las décadas por venir? El desafío es mayúsculo y sus consecuencias, determinantes. Vale la pena pararse y hacer el ejercicio de pensar qué posibles futuros nos depara el debate constitucional, para que el camino hacia un país más digno sea también el camino hacia un país más reflexivo.

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