En los últimos meses de cada año, los partidarios de Fidel Castro lloran varias de las muertes de su máximo líder. La definitiva ocurrió en noviembre de 2016, cuando su cuerpo ya no pudo seguir combatiendo con la biología. Sin embargo, hubo otras muertes previas. No deja de ser interesante cómo esta figura, tan deseosa de reconocimiento y trascendencia, se fue acercando muy a regañadientes hacia esos nueve círculos descritos por Dante Alighieri en su Divina Comedia.

La gran señal de haber iniciado de manera irreversible el descenso cónico del que habla Dante ocurrió el 20 de octubre del 2004, al finalizar uno de sus eternos discursos ante unas 30 mil personas en la ciudad de Santa Clara. Fue un hecho impactante e inesperado. Apenas bajó del escenario, tropezó y cayó espectacularmente, quedando con una rodilla y un brazo rotos, además de múltiples hematomas. El líder, considerado invulnerable durante décadas, se desplomaba como cualquier mortal.

La estupefacción en el gobierno cubano fue del todo evidente. Emitían boletines médicos como si fueran conjuros para un milagro. Es obvio suponer el inmenso dolor colectivo de ver a un líder imposibilitado de recuperar aquel robusto estado de salud, tan característico de sus años mozos. No en vano sus cercanos le decían Caballo, según refiere en su magnífico Retrato de familia con Fidel Carlos Franqui, quien fuera uno de sus más estrechos colaboradores.

La cautivante trayectoria de su biografía muestra una influencia rodeada de halo mágico en los 60, cuando desató por el continente una verdadera apoteosis revolucionaria. Pensaba que el socialismo había llegado a un momento aluvional, y sus energías debían volcarse a crear y gestionar múltiples focos insurreccionales («crearemos dos, tres, muchos Vietnams»). Era tal la convicción, que cualquier proyecto de cambio social sin componentes guerrilleros, se veía como una molécula anómala al sentir revolucionario impulsado por La Habana. Era la hora de su inmortalidad.

La cruenta respuesta de las FFAA latinoamericanas (exitosa al fin y al cabo) lo llevó a cambiar de blanco y de estrategia. Se dirigió a Africa, con miles de soldados profesionales. Fue una reingeniería orientada a terminar con el amateurismo guerrillero de los 60. Para reafirmar su nuevo modelo, llegó también con soldados profesionales a Nicaragua. Y, en el plano diplomático, organizó en La Habana una cumbre del Movimiento de los No Alineados. Castro llegaba al éxtasis de su modelo.

Sin embargo, en los últimos meses de 1980, su vida política tuvo un brusco aterrizaje. Miles de personas tomaron por asalto la embajada peruana en La Habana, desatando una de las crisis migratorias más grandes de América Latina; fue el llamado éxodo de Mariel. Ahí se produjo su primera muerte; dejó de ser la figura política invencible. Muchos de sus amigos tomaron distancia, pues la epifanía cubana mostraba una realidad doméstica inimaginablemente cruda.

Luego, vino otra. A fines de 1989 -ya con signos de decrepitud visibles-, presenció algo jamás imaginado ni en la peor de sus pesadillas. Su principal sostén, el comunismo soviético, desaparecía. Fue su segunda muerte, esta vez ideológica. Su grandioso proyecto se pulverizó ese año al quedar en evidencia no ser más que simple anexo geopolítico de la gran disputa Moscú/Washington.

Su reacción le provocó otra. Intuitivamente se acercó a algunos países latinoamericanos, en cuyo horizonte apareció de forma providencial, Hugo Chávez, quien le ayudó a salir de los embrollos más acuciantes. Fue la muerte de su ego. El arrollador líder de antaño pasaba a vivir de las migajas de un oscuro tiranuelo, carente de formación política, a quien, soterradamente, miraba con algo más que desprecio social.

Su caída en Santa Clara puso sobre la mesa la gran pregunta tabú: ¿qué hacer cuando él ya no estuviera? La tórrida historia política de la revolución cubana demuestra las dificultades para gobernar a gente levantisca bajo condiciones represivas; morigeradas sólo por medio de su carisma. La respuesta la entregó la fisiología. Inevitables enfermedades lo obligaron a delegar funciones en su hermano Raúl. A fines de 2006, el deterioro se hizo crónico, debiéndose mudar a una clínica en las afueras de La Habana. La hora final se acercaba rauda.

En sus últimos años se hizo frecuente verlo enfundado en un buzo deportivo de una conocida marca alemana (creada por el nazi Adi Dassler y que patrocinó por años al Comité Olímpico de la isla). Con ese particular atuendo recibía a sus últimos devotos. Con la idea de mantener vigente la narrativa oficial, el gobierno aseguraba que Castro mantenía un ojo estrábico sobre los tímidos cambios liberalizadores promovidos por su hermano. Nunca se sabrá cuánto disgusto le provocaba la sola idea de reformar su experimento igualitario.

Mirados en retrospectiva, sus años son fácilmente resumibles. Acumulación de todos los poderes políticos en su persona, cercenamiento de las libertades democráticas (de expresión, de reunión, de emprendimiento, etc.), estatización de la economía, tensiones permanentes con EEUU e intromisión incontenible en asuntos de otros países.

Esto último trae a la memoria que ningún presidente latinoamericano lo puso en su lugar, excepto el mexicano Vicente Fox. Ocurrió cuando Castro se auto-invitó a la Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo en Monterrey en 2002, incomodando al protocolo de la organización. Fox fue terminante. Aceptaba su permanencia en territorio mexicano sólo unas pocas horas, e inmortalizó una de las frases más hirientes al ego infinito de Castro: “¡Comes y te vas!”.

El hombre que marcó a fuego la historia política latinoamericana en la segunda mitad del siglo pasado, abandonó este mundo el 25 de noviembre de 2016. Pero el calamitoso estado en que dejó la isla se mantiene, al punto que suenan casi no creíbles los excelentes datos socio-económicos mostrados por el país antes de 1959.

Uno de sus grandes biógrafos, Archie Brown, relata que el tercer hijo de un acomodado terrateniente cubano y su cocinera, con quien más tarde se casó, salvó su vida gracias a la intercesión del arzobispo de La Habana, Enrique Perez Serantes en 1955 ante el mismísimo Fulgencio Batista. El piadoso hombre de fe le aseguró que el detenido por el asalto al Cuartel Moncada (1953) “no representaba un peligro para la sociedad” y le pidió compasión. No deja de sorprender tamaño candor en un purpurado. Castro fue liberado y autorizado a irse de Cuba, lo que muestra un Batista bastante menos ogro de lo dibujado por el régimen.

Por último, una muerte anecdótica (y ad hoc a la biológica) ocurrió para su propio funeral, cuando el vehículo que transportaba el cadáver sufrió un percance técnico y debió ser empujado. Imposible más patético.

Igualmente imposible es adivinar ahora si Perez Serantes iluminó o no las horas finales, cuando Castro inició el camino hacia ese lugar donde -nos dice Dante- se lee, «¡Abandonar toda esperanza, quienes aquí entráis!».

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