Como nunca antes, hemos visto a la diplomacia adquirir una visibilidad que la pandemia ha hecho más evidente. Vuelos humanitarios, rutas de auxilio consular, exaltación de la cooperación internacional y la globalización, y permanentes llamados al multilateralismo y a esa manifiesta necesidad de que del Covid y sus consecuencias no salimos solos. Es por ello que la diplomacia es una de nuestras herramientas de persuasión más recurridas a la hora de contar lo que somos, de invitar a que nos visiten y de representar los intereses  nacionales. Y en este sentido, requiere formación, dinamismo y una narrativa estratégica que permita construir un cierto significado colectivo y estable en el extranjero de lo que es Chile.

Estos desafíos nos llevan a la permanente pregunta de cómo fortalecer nuestra diplomacia y, en modo Covid, cómo apresurar el tranco para que la política exterior juegue un rol valioso en la recuperación de nuestros países, hoy tan golpeados. Lo primero es replantearnos la definición clásica de la función diplomática en su versión tradicional, es decir, aquella que se limita a representar, negociar e informar. Ante el surgimiento de nuevos actores que adquieren rápidamente roles y capacidades de representación (ONGs, empresarios, parlamentos y autoridades regionales entre otros), la cuestión es más compleja y demanda respuestas más amplias que incluyan conocimientos dinámicos en políticas públicas, participación ciudadana y nuevas formas de comunicarse con el medio, haciendo en esto último eco a las profundas transformaciones que la innovación y el progreso tecnológico  han traído, y que parecen tener en la diplomacia una singular resistencia.

El llamado es a adaptarse rápidamente a la nueva realidad o morir en el intento. Vamos por parte.

La integración del conocimiento debe ser lo primero que movilice mallas de formación en cualquier carrera. La pregunta es cuánto  influirá en la formación de nuestros diplomáticos. Ante el despliegue de una verdadera diplomacia científica y tecnológica después de la pandemia, cambiarán las rutas comerciales desde los centros de producción y demanda en el mundo, habrá nuevas regulaciones desde la actividad estatal, surgirán políticas públicas tan múltiples como diversas, orientadas a dinamizar la economía y aliviar las cargas sociales, y la tecnología inundará nuestro metro cuadrado. No esperamos que los diplomáticos tengan una “pizarra comparada” de este mosaico de hechos, pero sí que el estándar de comprensión de las industrias y tendencias sea más profundo, porque los países y ciudadanos querrán conectarse de manera rápida y eficaz con realidades ajenas, aprendiendo del otro, compitiendo con lo mejor de sí mismos en una escena global altamente compleja.

Y hablamos de participación porque no hay actividad alguna que escape en estos días a la legitimación ciudadana y transparencia. Surge así una «Diplomacia Pública», donde el acceso a los medios de comunicación ha permitido a la ciudadanía participar e involucrase en asuntos internacionales. No basta con que los chilenos sepamos por Transparencia Activa quién se reúne con un embajador o qué regalo éste recibe. Una reglamentación más bien orientada a la probidad y control ciudadano. Nos interesa saber en qué se traducen las giras, visitas, instrumentos de cooperación y acuerdos firmados y para ello el mejor KPI (indicador de gestión) es la transparencia, la rendición de cuentas, la explicación razonada de nuestra acción internacional.

Sería ingenuo pensar que cada cóctel que se atiende o cada visita oficial que se realiza trae por reacción inmediata un resultado. Sin embargo, sí es posible, como decíamos al inicio, enmarcar todo este accionar diplomático y consular en un marco lógico, con cierta retórica permanente, en una narrativa de Estado tras la cual las personas entiendan que están trabajando por ellas y para ellas y, a su vez, que nuestra audiencia externa vea en este “mensajero” de Chile consistencia, conceptos y claridad. Imagen País, también solemos llamarlo desde hace unos años, y eso no se improvisa cuando se trata de construir opinión pública internacional sobre lo que somos.

Es aquí donde los aportes provenientes fuera de la planta del Servicio Exterior son una contribución. Esto no significa diezmar la mayoritaria conformación de cuadros de carrera en Cancillería, como regla no escrita, necesaria y estructural, sino enriquecer en márgenes acotados la función diplomática con visiones frescas y variadas desde otras disciplinas. Darle cierta expresión orgánica y definida a lo que se denominan “embajadores políticos” nos parece relevante en un mundo donde empresarios, intelectuales y profesionales de las relaciones exteriores pueden aportar experiencias que no siempre encontraremos en la institucionalidad convencional. Recordemos el caso de la Corte Suprema que incorporó a su dotación, a fines de los 90, una cuota de abogados externos a la magistratura, de dilatada trayectoria en el mundo del Derecho, lo que ha sido reconocido como un aporte decidido a la calidad de la función judicial en sus niveles más altos. En síntesis: hoy más que nunca necesitaremos diplomáticos que le hablen a nuevas audiencias, en otros lugares, con nuevas herramientas (nos encanta Twitter y YouTube) y de manera más eficaz.

Por último: la comunicación. El quehacer internacional debe incorporar nuevas lógicas de socialización que nos permitan llegar con un mensaje nítido a actores tradicionales y también nuevos, que no están en las jerarquías sino en el perímetro, y que muchas veces son agentes multiplicadores del trabajo diplomático y ese rol no es percibido. Al trabajo de los centros de estudios, comunidades virtuales y grupos de la sociedad civil, se suma el poder de los medios de comunicación con una mayor velocidad y dinamismo, siendo actores opinantes e interpeladores en relaciones internacionales de los cuales no se puede rehuir.

Asumir desde la diplomacia este desafío requiere talento y coraje. Talento, porque nos empuja a replantearnos matrices clásicas del actuar y es ahí donde la Diplomacia Pública cobra especial relevancia. Coraje, porque las jerarquías tienden a ratos a la entropía, a no incentivar el pensamiento crítico y la creatividad, y a premiar en cambio la “zona de confort”. Quien nada hace, nada teme, si lo llevamos a un extremo.

Los tiempos post Covid son tiempos veloces que nos emplazarán con respuestas más rápidas y que demandarán nuevas destrezas y formas de enfrentar el mundo. La diplomacia, esa magnífica disciplina centenaria que por años evitó guerras, negoció tiempos de paz y portó mensajes reales y presidenciales, no es la excepción a estos cambios.