A pesar de miles de páginas  escritas de reportajes, columnas, artículos y libros sobre el estallido y su saga, creo que sabemos muy poco sobre el actor principal de ese drama en curso. Me refiero a las personas mismas que saltaron los torniquetes, quemaron las estaciones, saquearon supermercados, incendiaron iglesias y sedes universitarias y siguen yendo religiosamente a su ritual de combate los viernes. Me sorprende que tan pocos medios hayan reporteado en profundidad sobre esas personas y sus grupos. Ni siquiera sobre aquellos detenidos, a propósito de la polémica generada por el quinteto de insólitos “parlamentarios” del indulto.  ¿Quiénes son esos actores claves? ¿Dónde viven? ¿Qué tienen en común? ¿Qué buscan? ¿Qué los mueve?

Sólo sabemos las interpretaciones que han fabricado sobre ellos los periodistas, columnistas, académicos y políticos, casi siempre para avalar sus posturas ideológicas y juicios  previos. Nada sobre lo que verdaderamente movilizaría, motiva o impulsa a esas personas. Conocer esto bien es clave para encontrar una solución efectiva y justa.

En semanas pasadas apareció el primer reportaje que me ha tocado ver que habla sobre esto, en la forma de una brillante entrevista al joven exjesuita y actual profesor de la PUC, Miguel Jaksic. Es la primera oportunidad en que escucho hablar de quienes conforman “la primera línea” como personas. Sí, de ellos como seres tan humanos como nosotros; chilenos como nosotros o como nuestros hijos/as o nietas, que han surgido y se han educado en la sociedad que nosotros hemos ido conformando con nuestros actos pasados y presentes.

En la Revista Sábado del 5-12-20, pag.4, Jaksic empieza diciendo, “el poder ha empezado a disputarse en las calles, donde hay diferentes grupos que reclaman el reconocimiento de su identidad (…) Lo que los políticos no entienden es que para quienes ejercen la violencia, Van Rysselberghe y Boric son lo mismo: el establishment. En la periferia, las poblaciones, en las cárceles y el mundo de de los narcos, la violencia es una épica, es algo deseable, porque la violencia te da un lugar, te hace parte de un grupo, hace que te respeten, te sube la autoestima. El origen de esa violencia está en el abandono social, cultural, político y económico de muchas personas en Chile”. Y también abandono familiar, agrego por mi parte. Esa violencia se incubó cuando “por décadas se mandó la pobreza a la periferia en villas sin áreas verdes, con departamentos muy precarios, con todo el tejido social destruido, sin redes, y dejando a las personas muy lejos de sus trabajos” (más con el Transantiago, vuelvo a agregar,  y sin redes familiares básicas).

Lo que agrego por mi lado viene de conocer la vida de muchos estudiantes de los colegios subvencionados que administro personalmente en poblaciones periféricas. No lo conozco por encuestas sociológicas. “Ahí se inició la semilla del conflicto que estalló 30 años después”, dice Jaksic. Cierto, acoto por mi parte, pero se había iniciado no 30, sino 47 o 60 años antes, y no supimos ver cómo la energía negativa del abandono en la niñez, el dolor, sufrimiento y malestar se fue agudizando y multiplicando precisamente por  “el crecimiento económico y las  modernizaciones” que nosotros mismos creímos que serían una solución, incluyendo más (pero no mejor) educación.

“Está claro que Chile es un mejor país (que hace 30 años atrás, dice Jaksic, no yo), es más democrático, con menos pobreza, mejor salud, con mejor educación, pero la pregunta es: ¿Por qué, si somos un mejor país, estamos más enojados que antes?”. Muy importante pregunta, que no contradice necesariamente lo que tantos viejos Concertacionistas y otros reclaman: un progreso que no se puede desconocer. “La respuesta es, dice Jaksic, que al estar (hoy) más educados sobre lo que no tenemos, somos más conscientes de los abusos que se han sufrido.”

Creo que aquí está el meollo del asunto, de nuevo con la educación como factor gravitante. Y agrega: “La autoridad piensa que correteando a las personas el problema se va a resolver; poniendo más guardias”. Jamás, contesta. “¿Cómo se hace para permear esa élite?”, le pregunta el periodista. “Yo creo que la élite no tiene que permearse, sino que hay que repartir el poder”, responde el entrevistado. “No basta con la idea de que los colegios del barrio alto abran becas para los niños de sectores populares. No creo en eso que pone el centro en la idea de que los otros deben venir a ser como nosotros, en vez de tener mejores colegios en todos los barrios para que el poder se desagregue”.

Esta interpretación micro-socioeconómica de lo que ha pasado y está pasando en nuestra sociedad es profundamente consistente con los datos macro-económicos que otros enfatizan (como tasa de crecimiento del PIB), pero le dan un sentido socio-emocional inverso. Las élites extrapolan sus vidas, ya estructuradas social, histórica y familiarmente, e interpretan que todos los demás deberían estar contentos y agradecidos de los progresos alcanzados en la sociedad, la economía y  educación. Pero esos “otros” o “los demás”, precisamente gracias a esa educación, se dan más cuenta que antes que la sociedad y esos otros con más poder los miran como personas de una categoría inferior. Eso se percibe agudizado por esos jóvenes heridos emocionalmente por sus carencias en la niñez, y su falta de  raíces  familiares e históricas, que les permita comprender y aceptar una gradualidad para el acceso pleno a la sociedad en igualdad de condiciones con quienes conforman el establishment.

¿Cómo abordar y corregir esto? No sé; estimo que debemos  seguir observando, escuchando e indagando a un nivel más humano y micro-social, lo que espero hacer en el futuro.

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