Cuando se trata del consumo de opioides, Estados Unidos tiene el desafortunado honor de liderar el mundo. Por cada millón de estadounidenses, se toman casi 50.000 dosis de opioides todos los días, cuatro veces la tasa del Reino Unido. En ocasiones hay buenas razones para tomar opioides como la codeína o la morfina; los pacientes con cáncer los usan para aliviar el dolor, al igual que quienes se recuperan de una cirugía. Pero el Centro Nacional de Estadísticas de Salud en enero de 2018 registró un récord de 63.600 muertes en 2016 debido a sobredosis superando toda estadística. A esta situación se la ha dado en llamar la crisis del opioide en Estados Unidos.

Sin embargo, al investigar más a fondo esa cifra, surge que más de 20.000 de esas muertes se debieron a la poderosa droga fentanilo, más de 15.000 fueron causadas por heroína y unas 14.500 fueron causadas por opioides recetados, aunque se sabe que en la mayoría de los casos de muertes por opioides recetados las víctimas tenían muchos otros fármacos potenciadores en el cuerpo. El resto de las muertes se debieron a metanfetaminas, cocaína, benzodiacepinas y metadona.

En concordancia, el Centro Nacional de Estadísticas de Salud ha observado que las muertes por fentanilo aumentaron a una tasa anual constante del 18% por año desde 1999 a 2013 y luego se dispararon 88%; en el caso de la heroína la tasa de mortalidad fue constante entre 1999 y 2005, luego aumentó 10%por año entre 2005 y 2010, 33% anual entre 2010 y 2014 y desde entonces ha aumentado a una tasa de 19% cada año; mientras que, después de aumentar un 13% anual en el período 1999 a 2009, el aumento en la tasa de mortalidad por opioides recetados se ha mantenido estable en un 3% desde entonces.

Las restricciones empujan a los usuarios recetados a recurrir a opiáceos derivados o ilícitos, lo que aumenta el riesgo de sobredosis porque los consumidores no pueden evaluar fácilmente la potencia o la calidad de los medicamentos en mercados clandestinos.

La respuesta política, sin embargo, es atacar ambos flancosdrogas legales e ilegales por igual. En particular, contra la prescripción de analgésicos opiáceos se establecieron regulaciones que condenan a los médicos que las prescriben. Pero el intento del gobierno de reducir las prescripciones de opioides se basa en una premisa falsa: que los usuarios de opioides no médicos de hoy comenzaron a usar opioides como pacientes. Como señala el Journal of Pain Research, los usuarios médicos generalmente no se vuelven adictos. Por otra parte, un estudio reciente del Instituto Cato realizado por Jeffrey Miron de Harvard muestra que la cruzada anti opioide del gobierno ha sido contraproducente y ha aumentado su adicción y las muertes por sobredosis. Las restricciones empujan a los usuarios recetados a recurrir a opiáceos derivados o ilícitos, lo que aumenta el riesgo de sobredosis porque los consumidores no pueden evaluar fácilmente la potencia o la calidad de los medicamentos en mercados clandestinos. En un artículo de febrero pasado en The New York Times, Maia Szalavitz, autora de Unbroken Brain: A Revolutionary New Way of Understanding Addiction”, argumenta que intentar reducir el riesgo de sobredosis al privar a los pacientes de analgésicos aumenta las probabilidades de suicidio, además de ser cruel y sin sentido. Los médicos están reduciendo los medicamentos para el dolor, dejando a los pacientes que sufren innecesariamente: hasta 18 millones de pacientes dependen de los opioides para tratar el dolor a largo plazo que es incurable pero no necesariamente asociado con una enfermedad terminal. Un estudio de la Administración de Salud de Veteranos encontró tasas alarmantes de actos suicidas «después de la interrupción de la terapia con opioides».

Uno de los primeros conceptos enseñados en cualquier curso de economía es el de la elasticidad de la demanda. El concepto es simple. Algunos consumidores de productos muestran una demanda elástica (no comprarán ni el producto ni la marca si el precio del bien cambia incluso cien pesos) mientras que otros consumidores muestran una demanda inelástica: comprarán el producto o encontrarán un sustituto, sin importar cuán caro sea el producto. ¿El ejemplo dado en nueve de cada diez cursos de economía? Los usuarios de drogas duras, como los adictos a los opiáceos.

Cortar la capacidad de los adictos a los analgésicos, ya sea para el dolor crónico o por una fiebre hedónica, solo lleva a estas personas del mundo de los analgésicos riesgosos pero más seguros, a los mercados más oscuros de las drogas mencionadas.

Cuando aumenta el costo de adquirir analgésicos (incluidos costos no monetarios como los legales y la desaprobación social) los adictos no son disuadidos de hacerse con ellos. En su lugar, buscan sustitutos, como la heroína y el fentanilo. Cortar la capacidad de los adictos a los analgésicos, ya sea para el dolor crónico o por una fiebre hedónica, solo lleva a estas personas del mundo de los analgésicos riesgosos pero más seguros, a los mercados más oscuros de las drogas mencionadas.

Por otra parte, la penalización por la producción y/o consumo de drogas eleva la prima por el riesgo de operar en esos mercados y por ende sus márgenes operativos. Debido a esto se hace posible la producción de drogas sintéticas con efectos mucho más devastadores de las naturales. El mercado negro no permite la verificación de la pureza de la droga con lo que las sobredosis y las intoxicaciones son muy frecuentes. También debido a la ilegalidad se inhibe a quienes denunciarían fraudes y estafas puesto que si recurrieran a los tribunales se estarían auto inculpando. Lo mismo sucede con los médicos y centros hospitalarios: se bloquea la posibilidad de pedir ayuda puesto que los candidatos se estarían denunciando a sí mismos.

Como en la relación compra-venta de drogas no hay víctima ni victimario propiamente dichos, irrumpe la figura del soplón, espionaje que conduce a los atropellos más variados, como revisión de personas en sus ropas y pertenencias, olfateo de canes y otras intromisiones sin orden de juez competente ya que se suele decretar la inmunidad para quienes proceden de esta manera.

Eliminar el medicamento del mercado y del cuerpo del usuario no es suficiente y amenaza con exacerbar los problemas existentes. Los usuarios deben poder encontrar un significado en sus vidas y en su trabajo y saber dónde encontrar personas que los ayuden con eso. Una vez que se establece el camino de la adicción en el cerebro, romper ese camino dopaminérgico requiere construir otros alternativos a través de actividades y trabajos profundamente significativos que ayuden al individuo a vincularse con un conjunto muy significativo de valores– que son los que funcionan como sustituto de recompensa en el cerebro.

Muchas veces se argumenta que si se liberaran las drogas, todo el mundo se drogaría. Pero existen incentivos para no aceptar en los lugares de trabajo, en los transportes, en los comercios, en las carreteras, a seres que no son capaces de controlarse a sí mismos. Estarían circunscriptos a sus domicilios o a lugares expresamente establecidos para droga dependientes. Siempre, claro está, que los aparatos estatales no se metan regalando jeringas o imponiendo lugares públicos para drogarse. Y desde luego las limitaciones a menores deben ser similares a como se procede con el registro automotor, la pornografía, la venta de alcohol y equivalentes.

Como dice Mario Vargas Llosa, es de desear que se comprenda la necesidad de liberar las drogas antes que las drogas terminen con la democracia a través de la financiación de campañas y otros canales.

También se alega que al bajar el precio se incrementaría la demanda, pero es central agregar que esto ocurre siempre y cuando los demás factores se mantengan constantes. Y esto no es así con el mercado de drogas, puesto que una vez liberado desaparecen los pagos colosales a los pushers y sus socios. Eso es precisamente lo que ocurrió con los negociantes del alcohol ilegal y en consecuencia por ejemplo, en su memoria 1936/37, el Departamento del Tesoro estadounidense reveló la caída en el consumo de bebidas alcohólicas luego de eliminada la Ley Seca. Y también es lo que destaca James M. Buchanan, premio Nobel de Economía, respecto a la reducción en el consumo de drogas en la experiencia parcial holandesa.

Esta denominada guerra contra las drogas que llevan adelante los gobiernos estadounidenses está sufragada coactivamente por todos los contribuyentes, lo que asciende a millones y millones de dólares. Todo esto, sin considerar a los gobernantes que reciben cuantiosos recursos para combatir la droga, mientras se descubren sus propios negocios suculentos en el ramo; la corrupción de jueces, políticos y policías alimentan cotidianamente los noticieros de todas partes del mundo. Como dice Mario Vargas Llosa, es de desear que se comprenda la necesidad de liberar las drogas antes que las drogas terminen con la democracia a través de la financiación de campañas y otros canales (porque, de paso sea dicho, todas las restricciones al financiamiento de campañas funcionan para los empresarios y ciudadanos de bien que acatan las leyes; a los delincuentes les da exactamente lo mismo).

Y bien ha consignado el sacerdote John Clifton Marquis en un escrito de su autoría titulado “Las leyes sobre drogas son inmorales”, publicado en US Catholic en mayo de 1990: “Cincuenta años de legislación sobre drogas ha producido el efecto exactamente opuesto a lo que esas leyes intentaron […] Los líderes morales no tienen más alternativa que elegir entre una moral auténtica, la cual produce el bien y una moral de cosmética que meramente aparece como buena. Las leyes sobre drogas aparentan ser benéficas pero el defecto trágico de la moral de cosmética, igual que toda otra forma de cosmética, es que no produce cambios en la sustancia”. Es difícil para quienes pretenden sustituir las conciencias individuales por los dictados desde el poder, pero es menester batir esas tendencias que van contra todo sentido ético de responsabilidad, tal como señala el Padre Marquis.

Abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas