En las películas taquilleras de Hollywood asi como en las series de TV más populares, con frecuencia las empresas asumen el rol de supervillanos. Los Gordon Gekkos y los jefes malos de corporaciones en los dibujos animados son tropos comunes del cine. Estas caricaturas son, en su mayor parte, injustas e inexactas. Desde luego existen escándalos como los casos Enron’s. Sin embargo, en los países avanzados que disfrutan de libertad económica e instituciones estables, la mayoría de las empresas benefician la mayor parte del tiempo a la sociedad, y generan salud y prosperidad.

¿O era así hasta hace un tiempo? ¿Por qué vemos ahora que importantes corporaciones están adoptando políticas woke y contribuyendo a los movimientos de minorías violentas? ¿Creen sus líderes que pueden comprar la absolución de sus ganancias – generadas con tanto esfuerzo – o impulsar su marca con políticas progresistas?

Desde que la izquierda aprendió que no podía destruir a las empresas porque son los vehículos de generación de valor en la sociedad y que sin ellas la producción de bienes y servicios básicos no queda garantizada, decidió utilizarlas para avanzar su agenda. A través de la creación de fenómenos colectivos que juegan con la culpa, han logrado hacer sentir que las empresas son las responsables de problemas sociales, de los ambientales y de que sus acciones tienen de alguna manera un impacto negativo en la sociedad, cuya responsabilidad deben expiar.

Así describió en el 2015 Ross Douthat del New York Times el despertar corporativo y lo definió como la forma en que las empresas señalan su apoyo a causas progresistas para mantener su influencia en la sociedad. Desde entonces, esta mentalidad sólo ha crecido, ya que las corporaciones más grandes ahora están sopesando casi todos los temas importantes (y no tan importantes) de política pública. El problema es que cada vez caen más en el lado izquierdista. Parece haber quedado sellado ese matrimonio de conveniencia entre la izquierda y las grandes corporaciones. La primera, a cambio de renunciar a sus planteamientos económicos y de clase, obtiene recursos económicos y un formidable altavoz mediático, cultural, educativo. Mientras que las segundas dejan de ser cuestionadas en sus fallos y amenazadas en sus operatorias, para lograr a cambio un imprimátur moral y una creciente autoridad política.

El gran despertar

A imitación de los períodos de renacer religioso que se han dado en Estados Unidos desde los tiempos de las Trece Colonias, hace ya unos años se comenzó a hablar del Gran Despertar (Great Awokening), como el movimiento que pretendía liberar al país de sus pecados fundacionales y, de paso, del sexo biológico, de la familia tradicional y del libre mercado. La mayor sensibilidad hacia estos problemas ha venido de la mano de una serie de movimientos y corrientes de pensamiento que han saltado al mainstream en los últimos años: la política identitaria, la teoría crítica de la raza, el activismo por la “justicia social” –como se conoce en EE.UU. la lucha contra la discriminación por razones de sexo, raza u orientación sexual–, el movimiento Black Lives Matter, el Proyecto 1619, etc.

Seguidora del marxismo, la ideología woke ha cambiado la lucha de clases por la lucha de identidades; concibe la vida social reducida a un conflicto permanente entre opresores y oprimidos. Su objetivo es la transformación de la cultura y de la sociedad a la medida de los postulados de la izquierda más radical, acompañada de buena parte de la progresía, y ha ganado mucha tracción en los últimos años. Y las corporaciones han tomado nota.

Por ello es que desde hace un tiempo a los grandes bancos y corporaciones les encanta aleccionarnos. Al ver sus anuncios, sus cuentas en redes sociales, los eventos que patrocinan, sus comunicados o las entrevistas a sus directivos, parece que ya no les importara tanto esa vulgaridad que es el dinero sino sermonearnos sobre la importancia del feminismo, del colectivo LGBTQ, de las fronteras abiertas o del cambio climático. Hace un mes tuvimos un sonado ejemplo en este sentido del recién quebrado Silicon Valley Bank, donante de 73 millones de dólares a Black Lives Matter.

Ahora bien, si una empresa privada desea enajenar a los consumidores mediante estas iniciativas que no son consistentes con los principios y convicciones de la mayoría de sus consumidores, tiene ese derecho y puede asumir ese riesgo. Pero en muchos de estos casos tratar de imponer el despertar a través del gobierno afecta a todos en la sociedad. Sucede que a poco andar, la agenda woke no se sostiene si no es apalancada por el gobierno, porque está ligada al desmantelamiento de normas e instituciones basadas en principios históricamente liberales como la igualdad ante la ley, el debido proceso y la libertad de expresión. Las empresas woke se adhieren a las agencias y programas gubernamentales y generan una cultura de vigilancia y actitudes de persecución entre sus empleados, quienes, en lugar de colaborar como un equipo, se dividen y definen por su raza o género, no por su carácter o excelencia.

Cualquiera que dude de esta unión, puede mirar el caso de BlackRock, la empresa de gestión de activos más grande del mundo que invierte, entre otras cosas, en fondos de pensiones y de jubilación del gobierno. Se ha convertido en una puerta de entrada a Washington, D.C., especialmente en la administración Biden, con altas chances de obtener un puesto influyente en el gobierno federal desde donde supervisar una vasta burocracia con una enorme autoridad reguladora. Su CEO, Larry Fink, un notorio partidario de la política demócrata, parece más comprometido con las causas de izquierda que con sus accionistas o los beneficiarios del dinero de las pensiones que invierte su empresa.

¿Por qué las empresas adhieren a la causa woke?

En primer lugar, hay un elemento de exhibición de virtud que sirve de cortina de humo para ocultar prácticas más cuestionables. Ahí tenemos a Unilever, multinacional británica propietaria de varias marcas de cosmética y alimentación, una campeona de la causa feminista a ojos del mundo que mantiene una estrecha colaboración con ONU Mujeres, que sin embargo se vio envuelta en un escándalo sobre los abusos sexuales sistemáticos sufridos por sus trabajadoras en las plantaciones de Kenia.

Pero también es cierto que en caso de no plegarse a la agenda, las corporaciones quedan sujetas a la posibilidad de boicot o cancelación mediante métodos violentos, siendo incluso el silencio interpretado como pasible de castigo. Coca Cola, Goya Food, Walmart, Wells Fargo, CrossFit, Nestlé, Koch Industries son algunos de los ejemplos de compañías que han sufrido boicots por no plegarse abiertamente a la agenda de la izquierda.  

En otras ocasiones los directivos – e incluso los mandos medios – marcan ese rumbo al margen de los intereses reales de sus compañías. Bien por miedo a que no hacerlo dañe sus carreras, por un deseo de adquirir más poder político y eludir/trascender sus responsabilidades inmediatas o por convicción personal. Este último caso cabe presuponer que es el de la presidenta de Disney, madre de un hijo transexual y otro pansexual según su definición, que ha establecido que al menos la mitad de los personajes de su producción audiovisual sean LGBTQIA+ (sic) y minorías raciales.

En cuarto lugar, respecto a por qué una compañía adoptaría como propios objetivos políticos/sociales de la agenda progresista, está el hecho fundamental de que sirve para tener un trato favorable del Gobierno. En enero de 2020, el gigante farmacéutico AstraZeneca anunció con mucha fanfarria en (por supuesto) el Foro Económico Mundial de Davos un nuevo compromiso de inversión de mil millones de dólares a lo largo de 10 años en iniciativas de sostenibilidad ambiental para combatir el cambio climático. Apenas dos meses más tarde, recibió una subvención de 1.200 millones – no un préstamo – de los contribuyentes estadounidenses para desarrollar una vacuna.

Una línea similar va perfilando el Departamento de Justicia de Estados Unidos al sustituir progresivamente las multas a empresas, dinero que iría a la caja común federal, por imposición de donaciones a asociaciones a menudo de tendencia progresista.

Por último, hay otro factor en relación a la adopción de la agenda progresista por la élite empresarial y financiera: la especulación. Estamos asistiendo a una burbuja “verde” con los criterios ESG por los que deben regirse empresas e inversiones. Un sistema apadrinado por Al Gore e impulsado por la administración de Obama que mueve ya en torno suyo unos usd 17 trillones de dólares a 2021.

¿Cambio de rumbo?

En las últimas semanas hemos visto algunos casos, sin embargo, que podrían plantear un cambio de rumbo. La marea se está volviendo contra las agendas woke de la América capitalista y eso podría ser una señal para el resto del mundo, también.

Bud Light

Durante décadas, Bud Light ha codiciado su reputación como la bebida económica elegida por los estadounidenses comunes. Pero su reciente decisión de asociarse con la personalidad transgénero de TikTok, Dylan Mulvaney, para atraer a los bebedores más jóvenes ha enfurecido a algunos de sus clientes más leales y conservadores. Anheuser-Busch no solo trató de expandir su modelo comercial al llegar a la comunidad LGBTQ. Declaró abiertamente la guerra a sus clientes. Esto no fue un accidente. La vicepresidenta de marketing de Bud Light, Alissa Heinerscheid, dijo que tenía el “mandato” de arreglar la marca debido a las horribles personas que bebían la cerveza.

La estrategia pareciera incoherente si lo que se pretende es aumentar el conocimiento de la marca en un mercado competitivo, pero es eficiente en un ambiente sofocado de corrección política, cultura de la cancelación o la vergüenza pública y de señalización de la virtud. Puesto que las decisiones empresariales se toman en competencia con otros, si las únicas opciones son la sumisión o el desprestigio civil, lo único importante es el postureo. Luego las turbas, mínimas pero intensas, apoyan o cancelan según la coyuntura o la moda, ante la mayoría que apenas protesta.

Pero si las cifras de ventas recientes sirven de referencia. Middle America está luchando con venganza. Los distribuidores de Anheuser-Busch, el productor de cerveza más grande del país, que incluye a Budweiser, Michelob y Bud Light, se han “asustado” por la disminución de sus venta.

Por otra parte, el grupo de defensa conservador Consumers´Research ha establecido un sistema de notificación que ofrece a los compradores estadounidenses advertencias de texto de “alerta de despertar” sobre productos que impulsan una agenda percibida de izquierda. Las empresas en la mira incluyen Coca-Cola, que Consumers’ Research calificó como “Woka Cola” y Levi’s Jeans “lavados al despertar”.

Disney vs Ron de Santis

Otro ejemplo reciente es el caso de Disney con el gobernador de la Florida, Ron de Santis quien firmara leyes el año pasado destinadas a socavar el control de la empresa del distrito fiscal especial que abarca Walt Disney World Resort después de que la compañía se pronunciara en contra de una medida estatal que prohíbe la instrucción en el aula sobre identidad de género u orientación sexual para niños hasta el tercer grado. Hasta ahora lo que se había visto en la política americana es que sólo los demócratas se atrevían a enfrentar a las empresas cuando no se cuadraban a la agenda progresista. Por primera vez son los republicanos los que están entrando en la arena pública a castigar a las empresas que pretenden influir abiertamente en temas de valores que debieran quedar reservados a los ciudadanos. Ron de Santis está respondiendo a una profunda incomprensión, si no corrupción, del papel de las empresas frente a las responsabilidades de otros grupos en la sociedad.

El caso Vanguard

A fines de febrero, el director ejecutivo de Vanguard, Tim Buckley, anunció que su firma de inversión, la más grande o la segunda más grande del mundo (dependiendo de cómo se mida), ya no estará comprometida con ESG u otras iniciativas de “net zero”. Tal compromiso sería incompatible con los deberes fiduciarios de los administradores de este tipo de activos porque en lugar de adoptar la diversificación y poseer una cantidad ponderada de todo el mercado, los fondos ESG practican la “desvalorización”, aferrándose a una lista restringida de empresas: el año pasado, las acciones tecnológicas cayeron más de un 30%, mientras que el sector energético, incluidas las empresas de petróleo y gas, ganó casi un 60 %. Sin embargo, debido a su compromiso de cero neto, los fondos ESG continúan sobre ponderando los primeros e infraponderando los segundos.

¿Es este el mundo en que queremos vivir? ¿Un sistema en que los altos ejecutivos empresariales supervisen qué clase de moralidad se nos predique? ¿En el que puedan despedirnos o cambiar nuestras leyes si nos desviamos de su camino recto? No debemos dejar que las palabras nos desorienten: estaríamos ante un capitalismo que imprime una moral contraria a la que elegimos como sociedad, pero eso no significa que nos encontremos ante un capitalismo moral.

Si estos casos son aislados o no, dependerá si la incomodidad social ante el avance de la agenda woke va más allá de algunos días de dejar de tomar cerveza o de visitar la tierra del ratón Mickey. Por ello, además de votar con el bolsillo castigando la decisión de tal o cual empresa de imponer su agenda contracultural, haya que ir al campo de la política para cambiar allí los amañados criterios coercitivos de la liturgia woke. Volver a rescatar el principio de igualdad ante la ley, prohibir el despido por causas ideológicas tal como no puede hacerse por raza o sexo, eliminar la discriminación positiva y las cuotas para recuperar la meritocracia, y evitar que la agenda pública ingrese a la vida privada de los ciudadanos como una paradójica forma de colonialismo cultural que la misma izquierda tantas veces trató de limitar.

Abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas

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