Estados Unidos nació con la Declaración de Independencia. Desde entonces, ha sido el país más libre y más seguro; ha evitado el destino de naciones que han cambiado libertades por promesas de seguridad, o seguridad por libertad ilimitada, y no han logrado ninguna de las dos cosas. Sin embargo, el temor de que uno u otro desaparezca ha estado presente en todas las épocas desde su fundación. ¿Cómo se debe equilibrar la seguridad y las libertades civiles?

«Entre los muchos objetos a los que un pueblo sabio y libre encuentra necesario dirigir su atención, el de proveer para su seguridad parece ser el primero». Así escribió John Jay en The Federalist. Desde el principio, los estadounidenses vieron la libertad y la seguridad como uno y lo mismo, y no en oposición, pero cuyo balance era difícil de obtener. «Al enmarcar un gobierno que debe ser administrado por hombres sobre hombres», observó James Madison, «la gran dificultad radica en esto: primero debe permitir que el gobierno controle a los gobernados; y en segundo lugar obligarlo a controlarse a sí mismo». Cualquier poder delegado por el pueblo a su gobierno puede ser abusado y usado en su contra. Pero un gobierno que no es capaz de mantener la seguridad de sus ciudadanos está condenado al fracaso. No es que el país no tenga crímenes; es el equilibrio el que destaca.

En el desmanejo de este delicado equilibrio entre orden y libertad se encuentra el Gobierno de Gabriel Boric. En los últimos meses, la violencia rural y urbana ha copado la agenda de La Moneda, encerrando al Mandatario en el monotema de la seguridad del que intenta escapar inventando toda clase de anuncios demagógicos como “la mayor subida del salario mínimo en 29 años”. La falta de acción en el combate del delito ha desatado una auténtica crisis de inseguridad pública. En solo tres semanas el país vio como tres carabineros fueron asesinados en ejercicio de sus funciones, lo que llevó al Congreso a suspender su agenda legislativa para discutir distintas iniciativas, en particular la Ley-Naín-Retamal, que complicó y terminó por fracturar al Gobierno. 

¿Cómo llegó Chile a esta situación? Desde el advenimiento del último gobierno militar existe una percepción, fundada para algunos, de la necesidad de quitarle poder a las fuerzas del orden y seguridad. Se ha tratado de un proceso paulatino en el que el estallido violento del 18-O fue su último estadio. A lo largo de este tiempo se ha ido desarmando la legislación, los tribunales y las fuerzas, de modo que la sociedad se encuentra hoy mucho más indefensa frente al delito. Por esta particular realidad histórica que sensibilizó a parte importante de la población chilena, en Chile se fue desdibujando la principal y casi única razón suficiente de ser del Estado, administrar el monopolio de la violencia para proteger a los ciudadanos. Golpear, maltratar, perseguir, extorsionar, asustar, destruir la vida cotidiana de cualquiera que tuviera la mala suerte de cruzarse con la violencia era sistemáticamente minimizado de forma irresponsable girando contra aquella circunstancia histórica.

Pero hay más. Entender la situación de violencia e inseguridad en Chile requiere analizar otros dos elementos que se fueron conjugando a la hora de equilibrar la seguridad con el marco de libertad que la República demandaba. 

Por un lado existe en el país una izquierda organizada, de la que el Partido Comunista es su máximo exponente, para quien los malos son los buenos, y es por ello  ambivalente con respecto a la reclusión y el castigo de los delincuentes comunes a quienes percibe como aliados potenciales (¿se entiende ahora la ambigüedad o incluso la defensa que hace el comunismo chileno de violentos o de terroristas?). Para esta izquierda violenta, todo mecanismo es válido con tal de acceder al poder, incluso el apoyo de ladrones y asesinos que permiten recrear en las calles el desorden que les abre el camino para llegar a tener “un poder que no está limitado por nada, por ninguna ley, que no está restringido absolutamente por ninguna regla, que se apoye directamente en la coacción una vez que se acceda al gobierno” según recitaba Lenin. 

Esta idea también explica por qué, mientras no sea un gobierno propio que se encuentra en el poder, los esfuerzos para generar desorden, disturbios y delitos no cejan. Una miradita a Latinoamérica basta. Cuando la derecha se encontraba en el poder la violencia urbana y rural relacionada con reclamos antisistema y por fuera de la legalidad no paró de crecer. El estallido violento de octubre es un perfecto ejemplo, así como el estallido colombiano -por tener a Duque de Presidente, Colombia ya tenía el boleto picado y sólo necesitaba una excusa, cualquiera iba a servir. Lo mismo se verificó en la Argentina de Macri con los saqueos y manifestaciones violentas aún cuando la situación era mucho mejor que la actual, o en el arco de manifestaciones estudiantiles, ecologistas, feministas o indigenistas que sugestivamente se concatenan en los distintos países. El activismo tiene detonantes aleatorios que, sin embargo, se concentran en aquellos lugares en donde los gobiernos no son de izquierda. 

Por otro lado, están los socios de esa izquierda radical, que ven en las estructuras sociales la causa de la violencia de un hombre a quien los condicionantes han llevado por el mal camino. Para ellos, no se deben evaluar patrones ni usar la previsión porque eso es estigmatizar. La tendencia de estos sectores políticos a ideologizar todo nubla la realidad.

El nuevo proletariado, son los delincuentes. Los que cometen delitos estarían en rebeldía contra una ley y un orden “injustos”. Son ellos las víctimas. Con este discurso, deslegitiman la idea de represión. La banalización y relativización del concepto de violencia es su consecuencia porque cuando se empieza a equiparar la violencia de quien mata o roba con la “violencia estructural o violencia social” no puede identificarse a nadie que la ejerza: el responsable sería el sistema. No hace falta ser muy perspicaz para ver que el argumento acaba reducido a una tautología: violencia es todo y responsables pasamos a ser todos. El enfoque de la “violencia social” deriva en el totalitario concepto de culpa colectiva. 

Si se mira la evolución de las sociedades que han dejado de garantizar el orden y la seguridad aparecen dos posibles escenarios. Está Cuba o Venezuela en donde, llegada la izquierda al poder la violencia termina, aunque se hayan apoyado en los revoltosos para acceder a él. No se admite el desorden ni los delitos porque son los delincuentes los que lo detentan. Cualquiera que pretenda disputarles el espacio es expulsado. Por ello es que Venezuela, además de destacar por su petróleo y mujeres lindas, últimamente lo hace por exportar grandes bandas del crimen organizado como el Tren de Aragua. 

Pero también está la posibilidad de un derrotero a lo argentino. Un desorden permanente, en el que la delincuencia se recicla con dádivas estatales y en donde la propia autoridad corrompe el imperio de la ley, cuya finalidad es la protección del débil frente al avasallamiento del fuerte. Estallan a diario horrendos casos de inseguridad que vienen convirtiendo al conurbano en un lugar invivible y, sin embargo, pareciera que que existe una resignación en la ciudadanía que ya ensayó varias formas de minimizar el mal trago. En la Argentina nadie respeta la ley y el producto de esto es la aberrante cantidad de gente usada como moneda de cambio, sin esperanza ni futuro.  

¿En qué situación se encuentra Chile hoy? El Presidente Gabriel Boric y la extrema izquierda chilena, después de haber apoyado y alentado la violencia octubrista, debe demostrar arrepentimiento y que está capacitado para poner fin a la inseguridad e incertidumbre que vive el país. El romance con la opinión pública chilena parece haber concluido.

La sensación de temor ante el crimen se ubica en cotas históricas y la capacidad de la policía para poner orden se ha visto reducida al mínimo, en parte por escándalos de corrupción interna, pero principalmente por falta de apoyo desde la autoridad política. En esto último Boric y su coalición poseen una gran cuota de responsabilidad. Durante largo tiempo se dedicaron a insultar y rebajar la autoridad de Carabineros, pidiendo la “refundación” de la policía y ensalzando a quienes los atacaban, incluyendo asaltos a comisarías y carros policiales.

El Mandatario carga con una mochila pesada desde sus no tan lejanos tiempos como líder estudiantil y diputado, cuando mostraba sonriente una camiseta con el rostro baleado del asesinado senador Jaime Guzmán, alababa al “comandante Ramiro” del grupo terrorista Frente Patriótico Manuel Rodríguez, fustigaba a gritos a militares en medio del estallido de 2019, o demandaba con palabrotas la refundación de Carabineros luego de que un oficial matara en defensa propia (según fue acreditado en tribunales) a una persona que lo atacó con sables hechizos. Apremiado por la persistencia de la criminalidad y el desorden público, habla hoy de “nuestros Carabineros”, dice que la policía cuenta con “todo su respaldo” y asegura que “seremos unos perros en la persecución de la delincuencia”. Hasta el momento, Boric muestra un gran despliegue retórico, pero muy escasa capacidad para cumplir. 

Es imposible penetrar la cabeza del Mandatario para saber cuál es su verdadera intención, si acaso tuviera una. Puestos a especular en base a la evidencia, se concluiría que la izquierda no sabe perder. Sólo se agacha para tomar impulso. A lo largo de los 14 años que mantuvo el poder, Chávez llevó adelante una estrategia para introducir el socialismo en Venezuela por etapas. Buscando el control de las instituciones del Estado, sus esfuerzos se centraron en cambiar la Constitución, controlar el Tribunal Supremo, anexar comisarios políticos a las unidades del Ejército y cambiar los sistemas de cedulación y de votación con el fin de asegurar su reelección a través de la manipulación del padrón electoral. Durante esta etapa, se abstuvo de antagonizar con el sector privado. Tenía demasiados frentes abiertos. Las cosas cambiaron después. Cuando falleció, Chávez había logrado casi todo aquello que se propuso. Una oposición mediocre y sin ninguna visión estratégica no representó jamás un reto importante. 

El camino de cambios que siguió Chávez está en la agenda de muchos de los que integran este gobierno. No olvidemos la propuesta de Constitución que fue rechazada.

Solo la institucionalidad que existe en Chile, del poder legislativo y judicial pero también de empresas que se proyectan en todo el mundo y, principalmente, de la cultura en general que permea a la sociedad, puede explicar tal resultado. Pero la izquierda está en el poder. Y queda por verse si está en un alto en el camino, o si su año de gestión y los últimos eventos los han hecho replantearse, seriamente, el destino que tenían reservado para el país. Por el bien de todos, es conveniente estar atentos.

Abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas

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