El lamentable espectáculo en que se convirtió la conmemoración de los 50 años del golpe hubiera terminado por deprimirnos si no fuera por la sorprendente declaración del Senado. Cuando ya nadie lo esperaba y la crispación sólo podía ir en aumento, las distintas fuerzas representadas en la Cámara Alta fueron capaces de ofrecer un texto común sobre nuestro trauma colectivo del 11, que no negaba las inevitables diferencias y los dolores de cada sector, pero encontraba terreno común para un “nunca más”. No faltarán quienes ven en este gesto una concesión indigna, que pretende conciliar lo inconciliable y que en realidad jamás debiera ser reconciliado. Son quienes -tanto desde la izquierda como desde la derecha- abogan por el antagonismo como la única vía para los cambios relevantes, para las transformaciones radicales. Pero la historia del último medio siglo, tan presente estos días, no hace sino ponerlo en duda.

El voluntarismo impaciente que caracterizó tanto a la Unidad Popular como al régimen militar no ha permitido estabilizar los cambios políticos y sociales que ambos proyectos se propusieron. La UP pretendió conseguir la justicia social por un atajo, sin contar con grandes mayorías, saltándose la institucionalidad democrática, forzando cambios por métodos que implicaban ejercer diversas formas de violencia. La dictadura hizo otro tanto: pretendió restaurar el orden por el atajo de la represión, de un poder ilimitado y sin contrapesos que desconoció incluso el derecho elemental de familias chilenas a enterrar a sus muertos.

Los que de lado y lado han visto esta historia en blanco y negro tienden a justificar esa impaciencia con la nobleza de los fines perseguidos, y a defender como inevitables determinados medios. Los cambios radicales requerirían, nos guste o no, de medios radicales. Sin embargo, aunque ambos períodos transformaron al país en muchos sentidos, es difícil pensar que los artífices de tales proyectos refundacionales estarían hoy satisfechos con el resultado. El Chile del 2023 es muy distinto al de hace medio siglo, pero no en el sentido en que esperaban quienes quisieron acortar por esos atajos.  

La declaración del Senado de estos días toma una vía distinta. No sólo en el modo, al intentar la arriesgada tarea de cruzar puentes, sino también en el fondo: lo que viene a decir es, precisamente, que los desacuerdos no justifican seguir exacerbando la lógica antagónica, que la búsqueda cerril de caminos cortos se ha mostrado estéril, que vale la pena intentar una convivencia democrática que no pretenda suprimir definitivamente el conflicto, sino integrarlo en la construcción de algo común. El texto habla, en el fondo, del camino largo, del camino lento, de asumir el punto de vista de otro, de restaurar confianzas.

A algunos les parecerá amarillismo, falta de convicción, debilidad estéril. Pero el fracaso de la impaciencia está a la vista -la fallida Convención Constitucional es otro ejemplo y nada asegura que el Consejo actual vaya a escapar de esa tentación. Todo sugiere que las transformaciones reales se alcanzan por el camino largo cuando éste tiene un norte, que ahí se juega la auténtica radicalidad.

Radical, en su etimología, es lo relativo a la raíz, lo que remite al origen. Radicales son las vías que apuntan a las raíces de nuestros problemas políticos, y no tanto las que buscan imponer por la fuerza una cierta visión del mundo. Es lo que también ocurre en la educación: la que de verdad transforma es la tarea lenta de iluminar y persuadir con la palabra y el ejemplo, de acompañar sin forzar, sin pretender suprimir de antemano todos los errores. Es lo contrario de la superficialidad impaciente, de la actitud del que se sirve del poder para instalar unilateralmente sus verdades. Los atajos son un boomerang: ya tenemos demasiada experiencia de eso.

Para destrabar el enrarecido momento político y construir un camino para los próximos 50 años, para llegar a puerto en el proceso constituyente, necesitaremos de esa disposición que ha mostrado el Senado a emprender el camino largo, el camino arduo, la radicalidad de tomarse en serio las raíces. Si nos decidiéramos por esa vía, en 50 años más los chilenos tendrán algo que agradecer.

Investigadora de Signos, Universidad de los Andes.

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