1989 fue un año extraordinario en el mundo entero, por muchas razones. La caída del Muro de Berlín no solo fue un suceso tan imprevisible como impresionante, sino que marcó el fin de una época: la Guerra Fría, la lucha por décadas entre el comunismo y el liberalismo, los socialismos reales y las democracias. Otros países también vivieron procesos similares.

En otro plano, el cine también vivió un año muy interesante. Una de las películas más destacadas de la temporada fue La Sociedad de los Poetas Muertos, del director Peter Weir. Han pasado 30 años desde entonces y creo que, en lo esencial, todavía conserva el valor, la profundidad y la belleza que la distinguieron en su momento y que nos permiten hablar de ella como un clásico.

La película está ambientada en 1959 y narra la historia de un tradicional colegio norteamericano de hombres, muy selectivo y caro, prestigioso y convencional: la academia Welton. Un colegio, sin duda, de gran calidad, aunque rígido en su estilo y formalista en exceso, poco abierto a los cambios y desconfiado de cualquier atisbo de creatividad. Sus directivos pensaban que no era necesario hacer cambios: habían sido exitosos haciendo siempre lo mismo, por lo tanto el camino a seguir no pasaba por la innovación y la originalidad, sino por seguir haciendo lo mismo: “Tradición, honor, disciplina y excelencia” eran los pilares de una enseñanza probada por años.

Todo ese éxito monocorde de Welton se vio interrumpido con la llegada de un nuevo profesor, que además había sido ex alumno del colegio: mister John Keating, magistralmente representado por Robin Williams, actor de trágica muerte hace cinco años (11 de agosto del 2014). Keating era un enamorado de la poesía, profesor por vocación, hombre sabio y generoso, rebelde frente a la rutina sacralizada de las lecciones repetidas sin pasión. En vez de leer con monotonía las páginas de un libro oficial, Keating animaba a sus estudiantes a saborear la poesía, porque ella, sostenía, nos mantiene vivos. Rápidamente cautivó a sus alumnos, no solo para que se interesaran por la literatura y la poesía, sino también para que pudieran mirar la vida de manera diferente, para soñar y ser libres, para aprender a pensar y a amar, para ser mejores.

Las enseñanzas van fluyendo de maneras diversas y en lugares también distintos, no siempre en un cuaderno o una pizarra, ni solo en la sala de clases. En ocasiones podía ser en una cancha de fútbol, donde cada alumno exclamaba una frase significativa antes de golpear el balón. En otra oportunidad fue arriba de la mesa de la sala de clases, para dar una enseñanza muy simple: “Se ve distinto el mundo desde arriba”. Los jóvenes también debían aprender a mirar las cosas de manera diferente.

A veces Keating recurría a algunos escritores para reforzar una idea, como sucedió cuando citaba a Robert Frost: “Dos caminos se abrieron ante mí. Tomé el menos transitado: eso marcó la diferencia”. Era necesario que los alumnos aprendieran a elegir, a usar su libertad, a desarrollar su estilo y encontrar su propio camino.

La vocación por la enseñanza se notaba en cada clase, en las conversaciones con los estudiantes y la forma de buscar que desarrollaran sus potencialidades y gustos. Una vez uno de sus alumnos le preguntó por qué estaba en Welton cuando podría estar en cualquier lugar que quisiera. La respuesta de Keating fue notable: “Me encanta enseñar, no quiero estar en ninguna otra parte”.

El tema de fondo emergía repetidamente con unas palabras en latín de significado profundo: “Carpe Diem”, es decir, “Aprovecha el día”. Esto no significa, como pudo haber pensado algún alumno simplista, hacer cualquier cosa -“comamos y bebamos que mañana moriremos”, como se decía-, sino que Keating traducía la fórmula de una manera más atractiva y estimulante: “Carpe Diem”, “Hagan que sus vidas sean extraordinarias”.

Los resultados de esta verdadera revolución que se produjo en el colegio fueron contradictorios, y se movían entre la fascinación por Keating y la renovada alegría estudiantil, que debía enfrentarse a la intransigencia de las autoridades de Welton y la creciente molestia de algunos padres, que veían a sus hijos entusiasmados con caminos distintos a los que habían “planificado” para ellos.

En lo positivo, alumnos de personalidad tímida y opaca comenzaron a desarrollar sus talentos hasta entonces escondidos, se animaron a conquistar a una chica o bien a expresarse en público a pesar de las dificultades. Otros encontraron la pasión por la poesía, se atrevieron a ir más lejos, a liberarse, a ser más. Sin embargo, no todo fue positivo.

El caso más dramático fue el de Neil Perry, cuya acentuada vocación por la actuación chocaba contra el autoritarismo de su padre, que le impedía actuar bajo diversas amenazas. El choque generacional terminaría con un final dramático y sangriento, que marcaría el comienzo del fin de la historia.

Cuando Keating fue expulsado de Welton, tuvo una despedida sin honores de parte de sus colegas y autoridades. Sin embargo, mientras cruzaba la sala de clases sus alumnos se fueron parando uno a uno sobre sus respectivas mesas y se despedían de él con respeto y admiración: “Oh, capitán, mi capitán”, repetían, de acuerdo a los famosos versos que el norteamericano Walt Whitman dedicó a Abraham Lincoln tras su muerte. Fue una despedida emotiva y justa, que Keating agradeció emocionado.

Carpe Diem: hagan que sus vidas sean extraordinarias. Vale la pena tenerlo en cuenta, para recordar con emoción esa gran película de 1989.