Ya rodando el nuevo proceso constitucional, conviene plantearse qué principios y normas sería valioso que recogieran -la Comisión Experta primero y luego el Consejo Constitucional- en el texto que deben proponer al país. En primer lugar, surgen dos principios que, si bien son precoces en nuestra tradición jurídica y constitucional, como son los principios de probidad y transparencia, tienen una trascendencia de vital importancia en el afianzamiento de una democracia asentada en instituciones sólidas que cuenten con la confianza de la ciudadanía.

En Chile la adopción de estos principios ha sido un proceso de construcción institucional -no exento de problemas y desvíos- que ha abarcado las últimas tres décadas para ir generando herramientas regulatorias para delinear, paulatinamente, un sistema de integridad y ética pública que nos ha permitido plasmar normas que incentiven la probidad y la transparencia.

Y decimos “comenzar” porque estos principios tienen que cristalizarse en la cultura cívica de un país y, en esta lógica, tres décadas son solo el comienzo. Este proceso partió en nuestro país con un enorme retraso respecto de la experiencia comparada -solo en 1994 con la instauración de la Comisión Nacional de Ética Pública– y fue empujado por casos de corrupción y luego por exigencias de organismos internacionales. Esta comisión propuso varias decenas de medidas abarcando todos los ámbitos de políticas anticorrupción, sin embargo, sus resultados fueron precarios porque logró una implementación mínima, básicamente la Ley 19.653 de 1999 sobre probidad administrativa.

Posteriormente, a partir de una serie de escándalos de corrupción se abrió una segunda ventana de oportunidad el año 2003. Esta vez los resultados regulatorios fueron mucho más contundentes. Se avanzó en la regulación del deber de abstención para evitar conflictos de intereses, en la creación del sistema de alta dirección pública, en controlar el gasto electoral, en regular las compras públicas y en prevenir el lavado y blanqueo de activos. Pero no fue sino hasta la reforma constitucional del año 2005 que se incorporaron los principios de probidad y de transparencia como nuevo contenido del antiguo artículo octavo.

La constitucionalización de estos principios supuso sentar las bases para la subsiguiente dictación de una serie de normas legales. Entre ellas tal vez la más relevante fue la Ley de Transparencia de 2008 y la creación del Consejo para la Transparencia como institución garante del ejercicio del derecho de acceso a la información pública.

En los años siguientes hubo nuevos momentos propicios para avanzar en el desarrollo de esos principios y adoptar regulaciones complementarias. Esta vez sobre responsabilidad de las personas jurídicas, la obligación de suscribir una declaración de intereses y patrimonio, de constituir un fideicomiso ciego y eventualmente de enajenar activos para quienes cumplen ciertas funciones públicas, sobre lobby, prevención de conflictos de intereses, fortalecimiento de la democracia y transparencia electoral, perfeccionamiento de los sistemas de alta dirección pública y de defensa de la libre competencia, y sobre prevención y persecución de la corrupción, donde por primera vez -año 2018- se habló de corrupción entre privados.

En los primeros momentos descritos, las reformas regulatorias sobre probidad obedecieron a ventanas de oportunidad abiertas por casos de corrupción y a un ánimo de avanzar en la reforma del Estado más que a la existencia de una específica agenda de integridad y transparencia. Si bien desde la creación de la Comisión Nacional de Ética Pública, en 1994, la probidad adquirió relevancia en la discusión como principio fundamental en el ejercicio de las funciones públicas, fue la reforma constitucional del año 2005 la que le entregó real preponderancia, elevando su naturaleza a rango constitucional y despejando el camino para avanzar en mayores exigencias y herramientas regulatorias para instalar una cultura de integridad pública y rendición de cuentas. Incluso se abrió la ruta para darle una protección de carácter penal a bienes jurídicos relacionados con la probidad.

Es decir, la Comisión y la reforma de 2005 fueron ejes claves en la construcción, aún incipiente, de una cultura de probidad y transparencia en Chile. El otro mérito de la reforma constitucional de 2005 fue incorporar, junto a la probidad, el principio de transparencia, zanjando una discusión que incluso había tenido sede internacional. A reglón seguido, la dictación de la Ley de Transparencia, probablemente por generar un órgano garante del derecho de acceso a la información pública y por la difusión y uso que la gente común y corriente le ha dado como instrumento para conocer los fundamentos de los actos y decisiones de las autoridades y también como “derecho llave” para ejercer otros derechos, ha sido el avance regulatorio que más ha contribuido en los últimos 15 años a afianzar la agenda de ética pública.

Se dirá que, al haber sido recientemente incorporados al texto constitucional, los principios de probidad y transparencia son transversalmente aceptados y ya están plenamente consensuados. Pero esto no fue siempre así.

El derrotero que hemos mostrado sucintamente en los párrafos previos da cuenta de ello. Y en la presente discusión constitucional podrían surgir los mismos argumentos detractores que trabaron la agenda durante tanto tiempo. Hay que tener presente que las exigencias de probidad y transparencia son incómodas para las autoridades. No les permiten hacer todo lo que quieren o cómo quieren hacerlo o en la oportunidad que desean.

Hay aquí un riesgo de regresión normativa que al menos debe tenerse en cuenta. Pero adicionalmente debe considerarse que en la Convención Constitucional ya surgieron voces que expresaban su admiración por procesos constitucionales como el boliviano o el venezolano, curiosamente países donde la transparencia no goza de buena salud.

Director ejecutivo Fundación Jaime Guzmán

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