El trabajo me trajo a Chiloé, a una localidad rural de unos pocos cientos de habitantes. Escribo desde aquí, desde lo que parece el margen del mundo, casi nada: pocas casas desperdigadas por el campo, un lugar donde un jueves de noviembre es igual a cualquier día de febrero. Una esquina remota, la periferia en cualquier sentido. Pero basta adentrarse un poco para descubrir que lo que aquí se construye es un mundo con su propia consistencia, aunque no lo capte cierta miopía de “mundo desarrollado”.

Desde Santiago, centro psicológico de nuestra discusión pública, un lugar así se ve, a lo más, como un destino pintoresco, sino como pura carencia. Pero el mundo que aquí se fragua es rico, cargado, con densidad específica. Se construye con referencia permanente a la materialidad de la vida -la casa, la huerta, la recolección de algas…-, con la omnipresencia del bosque, las lluvias y todo lo dado, y a partir de una tupida red de relaciones, que aparecen como la sustancia de este cosmos.

Parentesco, celebraciones, tradición musical, formas propias de deliberación, mecanismos de resolución de conflictos… Y amistad, que se percibe en las relaciones cotidianas, las iniciativas de cooperación económica, los funerales. Los habitantes de este caserío disperso se refirieren a él como su “barrio” y dan cuenta de un sentido de proximidad que parece contrastar con su disposición geográfica.

Este mundo tiene su propia visión de mundo, variopinta como todas las visiones compartidas y con sus propias transformaciones. Los lugareños notan cómo han cambiado la vida y las mentalidades en las últimas dos o tres décadas, desde que llegaron la luz y los caminos. Ya no se demoran dos días en recorrer los treinta kilómetros que los separan de la ciudad. Piensan que sus hijos han avanzado, que ya no empezarán de cero, que se desenvuelven bien en otros lados.

Pero aún retienen un “algo” difícil de hallar, una mirada desprejuiciada de la realidad cada vez más infrecuente. Hay algo honesto, sin caretas, en su forma de vivir, que les permite captar lo real con otra nitidez. A veces da la impresión de que su visión de mundo es más certera que la de muchos hombres y mujeres “de mundo”. Aquí la gente, como oí a alguno de ellos, “no tira a aparentar”: posee un sentido de realidad que permite entrever por dónde va el núcleo de las cosas, el núcleo de la vida. Y estar para otros.

Una mujer joven me habla de los “malos vividores”, los que no saben vivir. No es fácil saber en qué consiste la vida. En nuestras ciudades productivas y eficientes, a veces vivimos como en compás de espera, como a la expectativa de algo que no llega.

En este rincón perdido, en este margen que en realidad no es margen, si hay algo que se encuentra es vida. Se intuye la coherencia de un mundo sorprendentemente abierto y capaz de mirar.

Investigadora de Signos, Universidad de los Andes.

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