A Gabriela Caviedes, en una columna publicada en este mismo medio, le llama particularmente la atención mi aserto de que la cifra del 80 % de reversibilidad de los niños trans se basa en estudios que “han sido profundamente cuestionados por meter en un mismo saco a niños trans con niños homosexuales y, además, con niños con disconformidad de género”. Señala ella que el asunto no se encuentra todavía zanjado, dado que existirían estudios en favor de ambas posiciones.

Caviedes —que parece adherir a la tesis que yo cuestiono— pone sobre la mesa una entrada de la web del Colegio Americano de Pediatras sobre la “ideología de género”, un documento de la revista New Atlantis del Centro de Ética y Política Pública (ambas entidades de los Estados Unidos), así como el extraño caso de Walt Heyer, quien visitó nuestro país la semana pasada en apoyo de los grupos conservadores que, con uñas y dientes, se han opuesto al reconocimiento del derecho a la identidad de género de las personas trans.

En primer lugar, y antes de referirme a las tres “fuentes” que refiere Caviedes para apoyar su postura, tengo la impresión de que mi contraparte no entiende el sentido del cuestionamiento que diversos estudios le han hecho a trabajos anteriores que, en torno a los niños trans, han concluido que la mayoría de esos casos no persisten como un Trastorno de identidad de género (terminología del DSM IV de 1994) o como una Disforia de género (DSM V de 2013), clasificaciones ambas del Diagnostical and Statistical Manual Mental Disorders (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA, por sus siglas en inglés).

Dado que el espacio de una columna es limitado, referiré únicamente el trabajo de Olson y otros, Mental health of transgender children who are supported in their identities, publicado en 2016 en la revista Pediatrics de la Asociación Americana de Pediatría, la sociedad científica de mayor prestigio en los Estados Unidos en esta especialidad médica. Este paper cuestiona estudios anteriores, porque a) no se basan únicamente en niños trans, que expresan persistentemente el deseo de vivir conforme al “sexo opuesto”; b) no incluyen a niños trans que han transicionado socialmente; y c), muy vinculado con el punto anterior, se trata de niños que no han recibido el apoyo de sus padres ni de sus escuelas, sino que, por el contrario, han sido tratados con vistas a una futura “curación”.

Estos problemas metodológicos saltan a la vista, si de lo que precisamente se discute es si los niños trans que han transitado en términos sociales (y eventualmente jurídicos) mantienen o no dicha identidad de género. ¿Cómo es posible concluir que las transiciones sociales de género han fracasado en la mayoría de los casos (¡80%!), si el universo de niños incluidos no corresponde mayoritariamente a niños trans, que son aquellos que marcadamente desean vivir una identidad de género distinta de la asignada al momento del nacimiento? ¿Cómo colegir que dichas transiciones (¡en 8 de cada 10 casos!), se revierten si esta inferencia no se basa realmente en ellas, sino en niños sometidos a tratamientos de reconversión, con mayor o menor crueldad?

Dice el estudio aquí referido que sólo se pueden comprobar los resultados de las transiciones sociales de niños trans cuando ellos han sido apoyados por sus padres, escuelas y, además, cuando viven abiertamente sus identidades trans, por ejemplo, con los nombres, pronombres, vestimentas, largo del pelo, etc., y cuando sus identidades no son ocultadas a sus compañeros de colegio. Además, en estos casos, la salud mental de estos niños (depresión, angustia, ansiedad, etc.) se mantiene en los mismos promedios que sus hermanos o compañeros de clase, situación muy diferente a los niños trans no apoyados por sus padres y escuelas.

Dicho lo anterior, y aunque pueda ser cierto que “hay estudios para lado y lado”, la calidad de los mismos no es (y no puede ser) la misma. Algunos han sido realizados de manera seria, a partir de las distinciones pertinentes de acuerdo a los temas y sujetos estudiados. Supongo que, para Caviedes, es mejor estudiar Filosofía en la Universidad de los Andes que, por ejemplo, “a la manera clásica” en el centro Nueva Acrópolis de Santiago de Chile. Del mismo modo, mal puede ponerse al mismo nivel el Colegio Americano de Pediatras, una organización partisana; que, por ejemplo, les exige a sus miembros adherir al matrimonio heterosexual, y que representa un minúsculo porcentaje de los miembros de la Academia Americana de Pediatría, antes referida. Tampoco puede tomarse en serio (pese a que mi contraparte sí lo hace) un “informe” de la revista New Atlantis (no publicado en ninguna revista indizada), que pertenece a una ONG, que “defiende los ideales americanos”, y que es partidaria —entre muchas otras cosas— de las terapias reparativas de la homosexualidad.

Pero, además y como si fuera poco, mi contraparte refiere el caso de un “trans arrepentido”, que los conservadores chilenos —cual aguja en un pajar— fueron a buscar al otro lado del mundo. Yo me pregunto: ¿cómo fue posible que no encontraran ningún caso en nuestro país, considerando que, por ejemplo, la primera cirugía de reconstrucción genital se practicó en Chile a principios de la década de 1970, al punto de que incluso hay personas trans que han fallecido siendo ancianas, y manteniéndose hasta el final de sus días con dicha identidad de género?

Pero, incluso más allá de todos los sesgos y problemas metodológicos que tienen los “estudios” citados por Caviedes, ¿cómo se supone que nos deberíamos tomar su argumento —su único argumento— en contra del proyecto de ley de identidad de género? Caviedes dice que no debería aprobarse dicha iniciativa porque las personas trans —en general, no sólo los niños— podrían arrepentirse. Pues bien, si el arrepentimiento fuese realmente un argumento serio para oponerse a ello, ¿por qué no utilizarlo para prohibir el ejercicio de la libertad individual en todos los campos de la vida humana? ¿Por qué no prohibir el matrimonio —incluso el heterosexual—, dado que la tasa de divorcios ha resultado ser considerable? Más aún, ¿por qué no prohibir, en último término, que las personas tomen decisiones de cualquier tipo? Después de todo, siempre se podrían arrepentir; o, de hecho, siempre se arrepienten: los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. ¿La solución correcta sería ahorrarles esta posibilidad? ¿La solución sería que Caviedes, y los conservadores en general, decidan por otros; en el caso aquí discutido, por las personas trans: niños, adolescentes, adultos, sus padres, sus consejeros, sus colegios, etc.? ¿Por qué Caviedes y los conservadores, en cambio, pueden tomar sus propias decisiones en materia sexual y les niegan estos mismos derechos a las personas LGBTI y quienes las apoyan?

Todo lo anterior, y en general la discusión que se ha producido en torno al proyecto de ley de identidad de género en Chile, ha puesto crudamente de manifiesto la frivolidad con que los conservadores abordan los asuntos relativos a la diversidad sexual y, en particular, la ligereza con que fijan posición respecto de las personas trans.

Esa frivolidad ha llegado a ser tal que, por momentos, parece encubrir en realidad la mala fe. Por mucho tiempo, por ejemplo, instalaron la idea falsa de que el proyecto de ley prescindía de la opinión de los padres en los casos en que la solicitud de cambio registral fuera efectuada por menores de 18 años, incluyendo niños (menores de 14), lo cual nunca fue cierto. Luego, han desfilado en el Parlamento supuestos “profesionales” de la salud que, como el psiquiatra Francisco Javier Bustamente, han insistido que las identidades trans serían enfermedades mentales, proponiendo que quienes las “padecen” se sometan obligatoriamente y de por vida a terapias psiquiátricas, curativas o paliativas, incluso financiadas por el Estado.

Otro ejemplo de esa frivolidad lo ofrece la psicóloga Marcela Ferrer —magíster en Bioética de la Pontificia Universidad Católica de Chile—, quien llegó a comparar a las personas trans con los casos de un “hombre tigre” o de un “hombre serpiente”, ya que “por mucho que uno se sienta que es algo distinto a lo que se es, objetivamente nunca se llegará a ser lo que se pretende ser”. Nada muy distinto de las ya célebres palabras del cardenal Ricardo Ezzati, quien comparó a las personas trans con el caso de un gato a quien se le llama perro, pero que por ese hecho no comienza a ser perro. ¿Alguien cree, sinceramente, que las personas trans aspiran a “cambiar de sexo”?

Por último, y en la misma línea de las referencias precedentes, Gabriela Caviedes parece estar convencida de que las identidades trans sí serían enfermedades mentales, que se podrían curar o revertir. ¿Sabrá mi contradictora que, al igual que como ocurre frente a los “estudios” del 80%, la consideración de las identidades trans como un trastorno mental ha sido también puesta en tela de juicio por diversos autores, entidades científicas, organismos de derechos humanos y organizaciones de la sociedad civil? ¿Cómo, y bajo qué premisas, podría justificarse la idea de que las identidades trans pueden ser “diagnosticadas” y “curadas”, del mismo modo que cualquier enfermedad física?

Y como pregunta más de fondo, ¿llegará el día en que los conservadores —de este y otros lugares del mundo— abandonen la atávica frivolidad que históricamente los ha caracterizado a la hora de enfrentarse a las personas de la diversidad sexual? ¿Llegará el día en que miren a gays y trans, entre otras identidades sexuales, como expresiones legítimas de la diversidad humana? Yo espero que sí, pero tristemente creo que aún estamos muy lejos de ello.

 

Valentina Verbal, historiadora y consejera de Horizontal

 

 

FOTO: SEBASTIAN BELTRÁN GAETE/AGENCIAUNO

 

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