Más de 120 días después de declarada la pandemia de Covid-19, nuestros sueños de desconfinamiento parecen empezar a volverse realidad. Este fin de semana el gobierno dio el primer paso y anunció un plan muy paulatino, pero de desconfinamiento al fin y al cabo, que de a poco nos permitiría volver a la normalidad, o lo más parecido a ello.

Como ciudadana haciendo teletrabajo, confinada en casa desde hace 4 meses, debo admitir que el anuncio del gobierno me llenó de ilusión. Por fin se acerca el día en que podré salir a andar en bicicleta con los niños, podré ir a ver a mi mamá a su casa y jugar con sus perros, e ir por un largo trote con mis amigas.

Como economista, la ilusión se une a la alegría de ver el final del túnel, aún lejos, pero acercándose con sus luces de recuperación. El desconfinamiento permitirá que los trabajadores que se ganan el día a día en la calle, y que hoy tan mal lo están pasando, puedan volver a trabajar; que los restaurantes puedan, lentamente y con todas las restricciones, volver a abrir sus puertas; que quienes han visto congelado sus trabajos y sueldos, puedan ir volviendo a sus labores habituales. Y, Dios mediante, que la economía empiece -primero lentamente, pero luego tomando velocidad- a recuperar por completo su potencial, tal como está sucediendo en otros lugares del mundo.

Y como chilena, una gotita de esperanza acaba de caer a este gigante trago amargo en que se ha convertido la política en nuestro país. Antes de la pandemia, fue la irrupción de una violencia desatada la que trastocó el gobierno y la política. El país se dividió entre aquellos que justificaban la violencia como medio de protesta, y los que no y la condenábamos, y seguimos condenando.

A través de la violencia, contra todo y todos, la izquierda más radical puso en jaque al gobierno, impuso su propia agenda y engañó consistentemente a quienes pretendieron negociar con ellos la paz social. Su único objetivo era derrocar al gobierno, sacar al presidente de su puesto y lograr por medio de la violencia y el engaño lo que no pudieron lograr por las urnas.

Sin embargo, el miedo a la muerte que trajo consigo el coronavirus obligó a esta izquierda radical, violenta y añeja a quedarse en casa. Y desde ahí se sintieron sitiados y derrotados cuando el gobierno logró retomar las riendas de la dirección del país.

Pero el mismo virus que los relegó a sus casas, les dio una segunda oportunidad cuando las cifras de contagios y muertes se elevaron. Y una gran y corrosiva borrachera de populismo se tomó el país.

Esta vez la fuerza no estaba en la calle, estaba en la política. Alcaldes se sintieron futuros diputados, diputados se sintieron senadores y senadores se sintieron candidatos. La izquierda se sintió extasiada ante la salida de Mañalich, tanto que Izkia ya se probaba la banda presidencial ante el espejo de su casa. Y comenzaron a exigir ser ellos los que tomaban las decisiones y los que definían los programas de ayuda.

La izquierda dura sumó a la izquierda más deliberante, y todos ganaron –con promesas vanas y populistas- el beneplácito de un público ahogado entre la soledad del confinamiento, los problemas económicos y la falta de esperanza.

La borrachera del virus ha sido tan grande, que no sólo embriaga a la izquierda, sino que a parte de la derecha también. Una borrachera tan grande, que no se detiene ni siquiera cuando, por primera vez, técnicos de todo el espectro político -de izquierda y derecha- han declarado que una política pública como retirar el 10% de los ahorros para pensiones es una MALA política para la gente, que no es solución, sino que sólo genera un problema mayor, y que ya hay propuestas sobre a mesa que son mejores.

La borrachera de populismo es barata: basta prometer, no es necesario cumplir, porque pensar “curado” es imposible. Porque mantener el equilibrio cuando el alcohol de los votos fáciles fluye por las venas como una droga, es imposible.

Los pocos abstemios de esta borrachera de populismo han sufrido de bullying, tal como escolares en fiesta de quince. Si no tomas, no perteneces al grupo. Si no tomas, atente a las consecuencias, porque sabemos dónde vives y conocemos a tu familia.

¿Será que la vuelta a la normalidad, el frío a la salida de la fiesta, haga entrar en razón, o le quite la curadera a nuestro Congreso? Esperemos que el aire fresco que traerá el desconfinamiento permita volver a pensar con claridad a nuestros congresistas, y lleve sangre al cerebro de quienes hoy toman las decisiones por nosotros.

Si la brisa que trae el desconfinamiento no logra hacer entrar en razón a diputados y senadores, quizás superemos el Covid-19, pero no lograremos superar el populismo y sus nefastos efectos sobre nuestro querido Chile.