Sin duda, vivimos tiempos turbulentos en materia comercial y de globalización. Pareciera que el consenso sobre las ventajas evidentes para el desarrollo mundial del libre intercambio de bienes y servicios se ha perdido. No puede pensarse otra cosa cuando el presidente del país que fue el líder en esta materia vuelve a ver el intercambio con el resto del mundo bajo una mirada mercantilista, como un juego de suma cero. La guerra comercial con China es la forma en que Trump entiende su rol en el mundo; Estados Unidos gana cuando el resto pierde. Nada más falso, pero le ha ido bien con esa idea.

Ciertamente, el comercio mundial es el principal motor del desarrollo global, y así ha sido siempre. Los períodos de mayor prosperidad en la historia de la humanidad coinciden con aquellos ciclos en que se ha desarrollado con mayor fuerza el intercambio de bienes, servicios y por supuesto, de ideas. Lo hemos visto en las últimas décadas, en parte con la irrupción de China, que hace 40 años se dio cuenta que no hay desarrollo sin comercio. Sin embargo, este proceso hoy es fuertemente cuestionado, y no sólo por el presidente americano, sino también por todos los movimientos antiglobalización que hemos visto surgir, especialmente en el mundo desarrollado. El Brexit y el antieuropeismo son un claro reflejo de este problema.

¿Por qué ocurre esto cuando sabemos que el comercio es la base de la prosperidad de los pueblos? ¿Se puede cuestionar el proceso de apertura que ha seguido el mundo en estos años? Pareciera que hay algunos aspectos que podrían ser mirados en forma crítica, partiendo por el hecho de que lo que hemos tenido en realidad no es una apertura unilateral de los países (como la que implementó Chile durante el gobierno militar), sino una negociación dirigida y controlada por los gobiernos a través de los acuerdos comerciales, sujetos a amplios procesos para su gestación no exentos lobby. No se trata entonces de un comercio verdaderamente libre, sino de un intercambio manejado, lo que lleva a procesos de negociación y acuerdos con abundante burocracia, sujetos a complejas reglas de origen, y que inevitablemente generan desviación de comercio, no solo creación. ¿Por qué se hace de esta forma? Porque con la reducción unilateral de aranceles no se logra que el resto de los países entregue beneficios de apertura, se argumenta. Puede ser, pero eso no obsta que se trata de una mirada del comercio centrada en los productores, más que en los consumidores, y consumidores somos todos finalmente. No hay duda de que sería mucho mejor para el mundo si simplemente todos los países se abrieran sin mediar complejos acuerdos de por medio, sujetos además a problemas de certeza jurídica. ¿Cómo se evita que un gobierno los desconozca, como ocurre ahora con Trump?

Pero el rechazo a la globalización no viene sólo del desprestigio de los acuerdos comerciales, los organismos multilaterales y toda la burocracia anexa que traen, sino también porque los gobiernos no han encontrado buenas maneras de compensar a los perdedores de ella. Es cierto que el mundo gana con el comercio, incluso con esta apertura vía acuerdos políticos que hemos tenido, pero no todos ganan, o al menos no todos perciben las ganancias, ya que solemos no darnos cuenta de nuestros beneficios como consumidores en un mundo global. Tenemos entonces tarea pendiente en materia comercial; primero, buscar mejores mecanismos de compensación a los perdedores y segundo, explicarle más claramente a la población que el acceso a más bienes y servicios cada mejores y a costos más bajos, no es sino la otra cara de la medalla de que los ingresos laborales suban menos que en el pasado. Por último, no olvidemos que la simple reducción de aranceles será siempre el mejor mecanismo de apertura, y Chile detuvo esta estrategia hace casi 20 años. Todavía tenemos un arancel de 6%, ¿para qué?