Cuando, en 31 AC, Octavio se invistió con la suma del poder en Roma y se trasformó en Augusto, su genio de estadista y su pulcra educación le habían permitido comprender cabalmente las razones por las que la República Romana ya no servía para gobernar y administrar acertadamente un imperio que ya abarcaba casi todo el mundo conocido en esa época.  Y una de las cosas que deseaba modificar con urgencia era el de los efectos nocivos del implacable crecimiento del aparato gubernativo que parecía afligir a todos los regímenes republicanos que los griegos habían implementado. Había reparado en que el crecimiento continuo del aparato estatal insumía la mayor parte de los recursos tributarios y ello con grave desmedro de la función erogativa que debe asumir el Estado.

Y, con su activa determinación, implantó una reforma radical. En adelante, el erario público se alimentaría sólo con la tributación aportada por las provincias senatoriales, mientras que la tributación de las llamadas provincias imperiales se recogerían en un erario paralelo que denominó “fisco” (cesta o canasta), que sería directamente administrada por el “príncips” o sea el detentador de los llamados “poderes del principado”. 

Ahora bien ¿por qué esa separación tan original y drástica? Porque cuando existía un solo erario público, la tendencia del sistema republicano era invertir cada vez más en el crecimiento del aparataje estatal con grave desmedro de la función erogativa que todo Estado saludable tiene que cumplir. Por eso, lo recolectado en el “fisco” debía suplir esa función erogativa y orientarse a prestaciones a la ciudadanía (obras públicas, distribución de alimentos, subsidios para los consumos esenciales, recompensas  e incentivos para los ciudadanos sobresalientes, etc.). En esa época, se llamaban provincias senatoriales aquellas que eran directamente gobernadas por el Senado, que era el que nombraba a las autoridades locales. En cambio, las provincias imperiales eran aquellas en que el gobierno civil era ejercido directamente por el ejército bajo su “imperator”. Esas provincias generalmente eran las periféricas que estaban enfrentando directamente a los enemigos externos, por lo que en general se trataba de provincias limítrofes.

Un tratamiento especial era el de Egipto, que no correspondía a ninguna de esas categorías sino que era propiedad directa y exclusiva del emperador (siempre se mantuvo así y sus inmensos ingresos sostenían la enorme capacidad erogativa personal de cada soberano, por lo que lo gobernaba directamente un legado imperial nombrado por el monarca). 

Todo lo anterior sirve para entender que ya hace 21 siglos se sabía que el Estado debe ser el mayor erogador de la riqueza nacional. 

Cuando el Estado empieza a trasladar la función redistributiva a otros, la presión social terminará por desestabilizar todo el sistema político. Eso parece olvidado en las democracias modernas y muy especialmente en la chilena. Por supuesto que, si el Estado abdica de ser el gran redistribuidor, tiene que inventar a quien le corresponde esa función y, en nuestro caso, se le adjudica al sistema capitalista en que se mueve nuestra función económica. En Chile, los empresarios han dejado que la población crea que la mala distribución de la riqueza es culpa del sector privado cuando, en realidad, el gran culpable es el Estado que dedica la mayor parte de sus ingresos a mantener su propia gran estructura y ello a costa de invertir cada vez menos proporcionalmente en entregarle a la ciudadanía servicios fundamentales como son educación, salud, vivienda, infraestructura, etc. 

Si en Chile existe una mala distribución de la renta, no es porque las utilidades de las empresas sean muy altas sino porque el Estado ha insumido en su propia estructura recursos que deberían haberse dirigido a sus deberes fundamentales como son los señalados. En suma, no es el capitalismo el que provoca la mala distribución de la renta, sino que es el Estado que cada vez gasta más en sí mismo y cada vez menos en los servicios básicos antes señalados. Por supuesto que a ese defecto se añade una estructura tributaria que más bien fomenta la desigualdad que debería amortiguar con una adecuada distribución de recursos. En palabras simples, es necesario hacer notar que cuando el gobierno Boric embarca decenas de miles de “camaradas” partidistas, todo ese enorme costo se resta a inversión en lo básico que necesita el pueblo chileno.

Es frecuente que escuchemos a políticos que jamás han conocido la experiencia de trabajar en el sector empresarial, afirmar que Chile garantiza servicios de salud y de educación a la altura de la universalidad de, por ejemplo, uno de los admirados países escandinavos. Pero nunca hablan de la calidad de estos servicios y parecen no comprender que un mal sistema educativo o de salud pública no sirve para nada si no es de una calidad que está muy lejos de ser satisfactoria.

Asombra comprobar que verdades conocidas hace más de dos mil años todavía no sean comprendidas cabalmente por quienes gobiernan nuestras débiles democracias latinoamericanas. Cuando el Estado es un mal erogador de la riqueza que recolecta por la vía tributaria, la presión social crece sin cesar y termina por desestabilizar el sistema político. Es lo que ha pasado en Chile y nos ha precipitado a una crisis de desencanto popular que ciertamente amenaza ya nuestros equilibrios fundamentales. Podemos comprobar el efecto que produce tal clima prolongado por mucho tiempo en el lastimoso estado que vemos en países como Cuba o Venezuela, donde hay que estar sujetando a la población para que no busque masivamente otros horizontes más propicios. 

No sigamos esperando que la situación de falta de oportunidades convierta a Chile en un exportador de compatriotas desilusionados. Los necesitamos a todos para reconstruir lo perdido y para librarnos definitivamente de supuestos revolucionarios iluminados que en realidad no son más que una pandilla que busca en los demás el fruto de un trabajo que se niegan a asumir con seriedad.

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