No pocos momentos electorales se transforman en verdaderos plebiscitos. Ello ocurre por lo general cuando la polarización crece o la angustia de la población roza extremos. Fue el caso de la reciente elección presidencial en Ecuador.

Puesto el electorado de este país ante la disyuntiva de retornar a una utopía anacrónica y estatista, o intentar soluciones democráticas y libremercadistas, el grueso del electorado prefirió esto último. Quedó, además, en evidencia la volatilidad de la versión del descrédito del Presidente Lasso.

El resultado de esos comicios sugiere dos cosas. Por un lado, saludables indicios de cansancio con prácticas caudillistas y soluciones populistas. Por otro, y en directa relación con lo anterior, un cambio muy sustantivo en la vida política del país. Siempre vale la pena recordar esa hilarante figura, José María Velasco Ibarra, ícono de un populismo verborrágico. Velasco solía decir “dadme un balcón y seré Presidente”. Cinco veces llegó al palacio de Carondelet. Sólo una pudo acabar su mandato.

De esta manera, la larga lista de desopilantes jefes de Estado que ha tenido Ecuador, empieza a cerrarse con Rafael Correa, quien gobernó durante tres mandatos que sumaron 10 años (2007-2017). En esta oportunidad, Correa buscó situarse como eje central de los comicios e hizo todo lo posible por darle aires de plebiscito. Por eso, su final está cargado de simbolismos y de ahí la importancia de la elección.

Para comprender la importancia de lo ocurrido en Ecuador, cabe preguntarse ¿cuántos significados tiene la nueva y quizás última derrota de Correa? En principio, a lo menos, tres.

Primero: se trató de un importante fracaso del Grupo de Puebla. El torrente verbal característico de sus líderes, según los cuales el referente no sólo es “de pensamiento sino también de acción”, insistió de forma majadera en la necesidad de recuperar Ecuador. Afortunadamente para la democracia ecuatoriana, los astros no se le alinearon a dicho grupo.

Segundo: el garrafal error de diagnóstico cometido por Correa. El líder de la revolución ciudadana vio en estas elecciones anticipadas la posibilidad de un retorno majestuoso. Perteneciente a esa casta de populistas deseosos de la auto-perpetuación en el poder, estaba convencido de tener una especie de mandato divino para gobernar Ecuador, sea por sí mismo o a través de interpósita persona. En esta ocasión, se veía como Perón en 1973, con masas eufóricas vitoreándolo en el aeropuerto.

Ante tal perspectiva, se involucró de manera minuciosa en esta elección. Planificó cada movimiento de sus piezas. Sostenía que Lasso, al verse obligado a convocar nuevos comicios, lo hacía desde la profundidad de la derrota. Su gobierno se encontraba en el fondo del pozo, producto del explosivo aumento de la criminalidad. Lasso estaba irremediablemente sobrepasado. Correa creyó ver su gran oportunidad.

Pero no. El triunfo de Daniel Noboa -joven empresario, con postgrado en la Kellog School of Managment y actual diputado e hijo de un acaudalado hombre de negocios que había intentado varias veces llegar a la presidencia- revela que el descrédito de Lasso estaba más bien en la imaginación de Correa.

Tercero: carencia de olfato para escoger sus alfiles. Estas elecciones confirmaron que, si bien Correa es un político instalado en la búsqueda permanente de ardides y triquiñuelas para sobrevivir, nunca ha logrado armar un equipo de trabajo sólido. Su infinito ego le ha impedido diseñar la sucesión.

Su trayectoria confirma dicha carencia. Cuando se agotaron las maniobras para re-elegirse, creyó haber encontrado en su antiguo compañero de fórmula y estrecho colaborador, Lenin Moreno, a su delfín. Consiguió llevarlo a la victoria, pero a poco andar quedó al descubierto la soterrada enemistad entre ambos. Ya instalado en la Presidencia, Moreno lo defenestró y alentó causas judiciales en su contra. Lo acusó de haber entregado un país hipotecado. Prácticamente sin reservas. Gracias a Moreno se destaparon cadenas de corruptelas de todo tipo. De estrecho colaborador, el nuevo Mandatario pasó a ser motejado gran traidor.

La amarga experiencia llevó a Correa a cambiar de estratagema para la elección de 2021. Dijo que su opción era ahora la lealtad eterna y levantó como candidato presidencial a una figura desconocida y opaca, Andrés Arauz. Volvió a fallar en toda la línea. No sólo no ganó. Con Arauz emergió a la palestra pública un político desbocado, cuyas termocéfalas declaraciones son utilizadas por los periodistas y analistas para ver por dónde soplan los vientos. Un buen ejemplo de aquello es que Arauz es un ferviente partidario de la des-dolarización de la economía ecuatoriana.

Para los últimos comicios, escogió una mujer, Luisa González. Tan opaca y prometedora de lealtad eterna como Arauz, aunque algo más mesurada en sus declaraciones. “Ha llegado el tiempo de mujeres y de jóvenes”, dijo exultante Correa en más de una entrevista. Sintió que, ahora sí, la victoria estaba cerca. Sus taxativas palabras fueron un indicativo que jamás se puso en el escenario de la derrota.

El fracaso de Luisa González debe haber sido más doloroso que los anteriores. Las repercusiones negativas se harán sentir. Resignación a prolongar indefinidamente su auto-exilio en Bélgica, país que escogió con pinzas. Curiosamente, ahí su olfato no le falló. Bélgica y Ecuador no tienen tratado de extradición.

La derrota del correísmo es una saludable expresión electoral de que los populismos tienen límites, incluso en América Latina. Los ecuatorianos demostraron dar señales de cierta fatiga histórica con mandatarios no sólo ajenos a la majestad del cargo, sino personajes de caricatura, carentes de aquello que los romanos llamaban autoritas.

Académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE.

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1 comentario

  1. Buenas noticias para Ecuador, ojalá se repliquen en otros vecinos presos del populismo.

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