Al momento de cumplirse los 40 años del golpe de Estado de 1973, célebres fueron las palabras de Sebastián Piñera, quien señaló que durante la dictadura militar habían existido “cómplices pasivos”, esto es, personas que participaron o apoyaron al régimen y que, sin embargo, no pronunciaron ninguna condena a las violaciones a los derechos humanos. Incluso muchos de ellos justificaron esas violaciones a partir del contexto histórico que explicaría el quiebre democrático. 

Recordar lo anterior puede ser importante, porque la semana pasada, con ocasión del tercer aniversario del estallido del 18 de octubre de 2019, no pocos analistas y dirigentes de izquierda negaron haber apoyado la violencia que a partir de entonces se desencadenó en las principales ciudades del país. Por ejemplo, en el programa Mesa Central de Tele13 Radio, Jorge Navarrete refutó la afirmación de Francisco José Covarrubias, quien señaló que la gran mayoría de los dirigentes de izquierda había validado la violencia del estallido. Según Navarrete, esa afirmación sería falsa porque solo una minoría de esos dirigentes se habría expresado a favor del uso de la fuerza en contra de, por ejemplo, locatarios, policías e inmobiliario público. 

Sin embargo, uno de los más grandes especialistas en el estudio de los quiebres democráticos durante el siglo XX, Juan Linz, sostiene que las democracias se debilitan —o, incluso, dan paso a dictaduras— por el incumplimiento de ciertas reglas de parte de los actores políticos, más que de factores estructurales, como la desigualdad económica. Y una de esas reglas tiene que ver precisamente con la condena incondicional y expresa —sí, expresa— de la violencia. Esto no solo quiere decir que la violencia política no debe ser validada explícitamente —por ejemplo, mediante un llamado directo a ejercerla—, sino que ella debe ser condenada sin ningún tipo de ambigüedades. Por lo tanto, si bien es cierto que la mayoría de la izquierda no llamó directamente a usar la violencia como un método para alcanzar objetivos políticos, sí es verdad que calló frente a la misma, que fue ambigua en su condena, y que la justificó a partir de un supuesto contexto. 

En una palabra, y al igual que cómo ocurrió con la dictadura militar con respecto a la derecha, los analistas y dirigentes de izquierda fueron cómplices pasivos de toda la destrucción de que el país fue víctima o testigo desde el 18 de octubre de 2019. Se dirá, como se ha dicho, que no se pueden comparar las violaciones a los derechos humanos, cometidas por agentes del Estado con la violencia ejercida por particulares en contra de otros particulares o, incluso, en contra de las fuerzas policiales. Pero, aunque efectivamente se trata de cuestiones distintas, lo importante es que ninguna de las dos debe ser validada en el marco de un Estado de derecho. 

Como Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han argumentado, las democracias no solamente mueren producto de los golpes de Estado, sino también (y especialmente en el siglo XXI) por obra de sus propios actores que no cumplen con sus reglas de convivencia, una de las cuales supone rechazar sin ningún tipo de duda la violencia como método de acción política. Teniendo en mente esta idea, puede afirmarse que la mayoría de los analistas y dirigentes de izquierda han sido cómplices pasivos no solo de la violencia ejercida, sino también de la destrucción de la democracia de que el país ha sido testigo y víctima. Además, paradoja mediante, la misma izquierda ha terminado viéndose afectada por su propia conducta, especialmente a la hora de tener que asumir la tarea de gobernar y no ya simplemente de buscar destruir a su adversario, como tan intensamente lo hizo cuando era oposición. 

*Valentina Verbal es colaboradora asociada de Horizontal.

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