En un lúcido y dramático análisis de la crisis chilena durante el gobierno de la Unidad Popular, el falangista Radomiro Tomic escribió una carta al general Carlos Prats, cuando este dejó la comandancia en jefe del Ejército. En ella reflexionaba:
“La turbia ola de pasiones exacerbadas y violencia, de ceguera moral e irresponsabilidad, de debilidades y claudicaciones que estremece a todos los sectores de la nacionalidad, y que es obra, en grado mayor o menor, de todos ellos, amenaza sumergir el país tal vez por muchos años.
Sería injusto negar que la responsabilidad de algunos es mayor que la de otros, pero, unos más y otros menos, entre todos estamos empujando a la democracia chilena al matadero.
Como en las tragedias del teatro griego clásico, todos saben lo que va a ocurrir, todos desean que no ocurra, pero cada cual hace precisamente lo necesario para que suceda la desgracia que pretende evitar”.
Aunque las circunstancias han cambiado y Chile es muy distinto al de entonces, esas palabras han vuelto a mi cabeza en estas últimas semanas. En las horas dramáticas de la patria, es mejor ser claro que oblicuo, la verdad dolorosa sirve más a una causa de regeneración que los eufemismos repetidos o las mentiras que todos parecen creer pero que en realidad no creen. En la práctica, debe ser como en las enfermedades: es mejor conocer la gravedad de la enfermedad, para saber cómo enfrentar los dolores, procurar la recuperación o quizá asumir la muerte.
En los últimos años, Chile ha venido experimentando una continua crisis y una decadencia manifiesta en diferentes aspectos. La autopercepción de ser un país excepcional y con una democracia sólida en el contexto latinoamericano se trizó dramáticamente con la revolución de octubre de 2019, poniendo en jaque el prestigio internacional del país y abriendo un camino constituyente de final incierto y que ha sido incapaz de resolver las dificultades políticas, el deterioro económico y las múltiples manifestaciones de malestar social. El problema, ciertamente, es mucho más profundo, como reflejó la rebelión iconoclasta contra la clase política y las instituciones, que tenían un marcado espíritu de ruptura: “que se vayan todos”, parecía estar en la mente de quienes se levantaron, así como la crítica radical contra los “30 años” ilustraba la existencia de un deseo de romper con el pasado reciente.
Sin embargo, han pasado cuatro años desde entonces, y Chile está peor, y se llevó por delante algo del progreso alcanzado. Hoy existe un vacío institucional, aunque sea solo parcial; ha existido una crisis política persistente, con partidos fragmentados y liderazgos débiles; los más de medio millón de “nini” nos muestran a una juventud demasiado amplia sin oportunidades ni esperanza, pasto fértil para la delincuencia y el narcotráfico; los campamentos no paran de crecer, mientras la crisis de la vivienda no cuenta con soluciones prontas y adecuadas; los niños y jóvenes abandonan la educación formal, donde abundan los paros estudiantiles y de profesores, pero sigue escaseando el aprendizaje.
A todo ello se han sumado este 2023 las noticias de corrupción estatal y privada, a través de fundaciones políticas cercanas al gobierno o de empresas de papel, sobornos y otros delitos. Todo esto ha significado un nuevo golpe a la confianza en la sociedad y a la intuición que el problema es mucho más grande de lo que sospechamos o conocemos. Hace casi un siglo, el poeta Vicente Huidobro exclamó con dramatismo: “Todo huele a podrido en Chile”, en medio de un sistema parlamentario agonizante y de reacciones torpes y tardías. Sus palabras podían tener exageración, pero no les faltaba sentido de la realidad.
El problema actual es mucho más profundo, y parece que Chile y sus autoridades han estado golpeando con el martillo en un clavo equivocado, o quizá en ninguno. El Presidente de la República tiene derecho a no leer los diarios, pero debe intentar comprender la realidad y ayudar a superar las dificultades y no a profundizarlas. El problema no es, como han insistido algunos con pertinacia digna de mejores causas, una nueva Constitución, aunque ella pudiera ayudar tangencialmente a tener un sistema político más propicio o pudiera fortalecer ciertos derechos. Tampoco basta el mero crecimiento económico, del cual Chile disfrutó durante décadas y que, por diferentes razones, ha sido abandonado para deambular sin rumbo aparente, pero en un camino que conduce claramente hacia la decadencia. El asunto es mucho más grave, pues implica temas más profundos y decisivos que no han sido abordados con urgencia, ni siquiera con algún interés real.
En Chile, desde hace algunas décadas, se han ido resquebrajando las bases fundamentales de la convivencia, como se puede apreciar en el deterioro de la familia, el abandono de los hijos, la destrucción del sistema educacional y la inseguridad en los barrios. A esto se suma el crecimiento de la delincuencia -en cantidad y en gravedad de los crímenes- así como las dificultades para llevar una vida digna, para hacer cundir los sueldos y procurar mejores condiciones de existencia. La desconfianza parece ser un signo demasiado presente en la vida social y política, con todas las consecuencias que ello entraña.
“Falta de alma”, decía Vicente Huidobro en su “Balance Patriótico”, de 1925. Falta de vínculos sociales y ausencia de las “causas morales de la prosperidad”, podríamos agregar en la actualidad. Hoy enfrentamos un fracaso de la idea de nación, que no consiste en normas legales bien pensadas, en un simple presupuesto o en una acumulación de ministerios y burocracia. La patria requiere objetivos, proyectos de fondo, un deseo de progreso social, de desarrollo material y espiritual de su gente, un proyecto futuro, un deseo de caminar unidos. Chile necesita un diagnóstico más fino y soluciones urgentes, que vayan en la dirección correcta.
“Nos duele Chile, la patria chica”, afirmó el historiador Jaime Eyzaguirre hace más de medio siglo, agregando, como corresponde: “Y callar parecería consentir en una muerte que rechazamos”. No se trata sólo de levantar la voz: es necesario enmendar el rumbo. Desde hace mucho rato viene siendo tarde para reaccionar y para ponerse a andar. De lo contrario el país seguirá avanzando, lenta o rápidamente, al matadero. Y a esta altura, me parece, se han ido sumando demasiados cómplices a este crimen.
Agree.
Que sabio comentario
La destruccion de la familia es uno de los elementos centrales, junto al derrumbe de virtudes básicas: verdad, caridad, racionalidad
Bueno, el problema es ese, mucho comentarista que pareciera no viven en Chile, Tomic fue protagonista importante de la crisis 73, escribir esa carta no es lucido, es de un cinismo sin igual. La izquierda democrática avaló la revuelta de octubre, otro cinismo. La ex pdte Bachellet apoyó votar a favor proyecto mamarracho, hoy dice cdr que actual proyecto nos divide, tambor mayor de cinismo e hipocreia. Quieren solución y salir de la crisis??? Hay que ser claros y no cínicos, hay que destruir al PC y a la subversión, así de simple
Concuerdo con las reflexiones del autor de esta columna pero, al igual que en 1973, existen actores políticos que siguen empujando en la direccción equivocada mientras se acomodan a una situación cuya gravedad parecen no dimensionar. ¿A quienes culparán a futuro?
Radomiro Tomic y toda la DC fue parte activa en la destrucción de nuestro país en los años 70. Me sorprende su carta tan sentida como si él no fuera parte activa en esa destrucción.