Estamos pasando una emergencia inédita, no sólo sanitaria, sino también económica. Se vienen varios meses muy complejos, en que familias y empresas estaremos haciendo grandes esfuerzos por seguir trabajando, estudiando y conviviendo en este complejo escenario. Muchos no podrán seguir generando los ingresos suficientes para mantener a sus familias, y aunque el problema más grave lo enfrentan los sectores más vulnerables, es una crisis que nos afecta a todos, empresas grandes, medianas y pequeñas, trabajadores de ingresos altos, medios y bajos.

En este contexto, los funcionarios públicos aparecen como relativamente mejor posicionados; tienen un riesgo mucho más bajo de perder su trabajo, y sus sueldos no son en función de los ingresos que se generen en las distintas reparticiones, como sí ocurre en las empresas del sector privado. Variados estudios muestran también que, al mismo nivel de escolaridad, género y tipo de trabajo, los trabajadores del sector público tienen un premio salarial cercano a un 30% en promedio respecto a sus pares del sector privado, brecha que además ha sido creciente en el tiempo. Dada la crisis que enfrentamos, en la cual empresas y familias nos vemos obligadas a suspender todos aquellos gastos que no parecen prioritarios, es de toda lógica que exijamos al Estado un esfuerzo equivalente, de tal forma de liberar recursos para destinar primero al tema de salud curativa y preventiva, y segundo, para ir en ayuda de aquellas familias y empresas que enfrentan situaciones graves. Además de la urgente necesidad de revisar programas de gasto que no parezcan prioritarios, y considerando esta situación de sobresueldos para muchos funcionarios públicos, es que parece de toda justicia corregir al menos parcialmente esta situación. El gobierno central gasta cerca de US$15.000 millones de dólares en personal, por lo que un ajuste de 10% liberaría recursos suficientes para resolver en una forma muy razonable el problema que enfrentan los trabajadores informales que se quedarán sin una fuente de ingresos.

Este ajuste se debería hacer además en forma profesional, a través de consultores expertos que determinen las situaciones en que estas brechas de sueldos son más evidentes, para hacer las correcciones necesarias. Se debe tener en cuenta también que brechas muy altas a favor de los empleados públicos pueden dañar la democracia, ya que funcionarios sobrepagados de un determinado gobierno naturalmente tratarán de evitar a toda costa la alternancia en el poder, en la medida en que vean que mantener su nivel de vida se hace inviable si sus funciones dejan de ser requeridas. Atenta también contra la eficiencia del Estado, ya que aquellos a cargo de programas o funciones probadamente ineficaces ven con angustia que puedan ser terminados, y presionan políticamente para su mantención. Lo anterior no es sólo especulativo, sino situaciones que hemos visto en forma permanente en estos años. Aunque es humano y entendible el temor de enfrentar un deterioro en el nivel de vida, en el momento actual ese temor es generalizado, y no parece justo que, financiados con recursos privados cada vez más restringidos, los funcionarios públicos no tengan que hacer ningún ajuste en su situación.

Esta crisis tendrá enormes costos, pero también abre ventanas de avances tecnológicos y de eficiencia que, si son bien utilizados, pueden llegar a compensar con creces sus costos. Para nadie es desconocido que tenemos un Estado ineficiente y con exceso de grasa. Es siempre políticamente difícil avanzar en su reforma, pero cuando cada peso cuenta para resolver situaciones apremiantes, es un deber ético avanzar. Son los recursos de todos los chilenos que ahora con mucha razón, piden que sean bien usados.