La invasión terrorista de Hamas a Israel y la réplica en formato guerra del primer ministro Benjamin Netanyahu, me indujeron a revisitar apuntes de mi misión diplomática en Israel. Entonces, coincidí con su fuente indirecta: el ocaso de los Acuerdos de Oslo, negociación diplomática diseñada para formalizar una paz autosustentable entre israelíes y palestinos. Su frustración se debió al impacto de episodios recurrentes de violencia, funcionales a la política anti-Oslo de Netanyahu. Fue una suerte de normalización del binomio atentado / represalia, que catalizó una secuencia en cadena: hegemonía de Netanyahu en el poder, proliferación de asentamientos judíos, división del liderazgo palestino entre Gaza y Cisjordania y polarización actual en Israel. Son temas que explican la guerra Israel-Hamas en desarrollo. Un nuevo tipo de conflicto bélico que estoy procesando para un texto mayor.

El fondo cultural

Ya vimos que en la base del conflicto está la partición territorial de la ONU de 1947 -sólo aceptada por los judíos- y estructuras culturales cuya importancia suelen desconocer los analistas occidentales. Condicionados por las semejanzas entre sus sistemas políticos y el de Israel, tienden a una contraposición simple: régimen democrático israelí vs. régimen autoritario palestino.

Tal subvaloración del genoma cultural se da, incluso, en Samuel Huntington, cuando afirma en su Clash of Civilizations que Israel es un país «creado por Occidente». Privilegia así el binomio judeo-cristiano por sobre el judeo-islámico, que arranca del tronco abrahámico. Olvida que son las raíces y no las ramas las que sostienen el árbol y que Israel tiene una identidad preoccidental que constituye el factor de unidad y lucha con sus vecinos árabes y árabes-palestinos.

Tanto importa la diferencia, que ha impedido a Israel contar con una Constitución política. Sus líderes históricos asumieron que ello violentaría a quienes no conciben ley civil alguna por sobre la ley divina. Por lo mismo, no existe solución constitucional para los distintos criterios sobre territorialidad, entre los cuales está el de Eretz Israel, que reivindica las fronteras bíblicas del pueblo judío. Este factor marca, en especial, la pulsión mesiánica de los colonos judíos en los asentamientos. En términos laicos, serían la ultraderecha de un sistema.

No menos compleja (aunque más lejana para la observación de Occidente) es la estructura  sociocultural palestina. Con sus dependencias históricas de otros Estados o imperios, sus componentes locales y tribales contienen distintos y conflictivos relacionamientos con el resto del mundo árabe. En lo principal, y a semejanza de los judíos religiosos, ello ha privilegiado la ley islámica o Shariá, con las consiguientes tensiones entre la población cristiana, drusa, bahai y creyentes de distintas denominaciones islámicas.

Por lo dicho, el problema interno mayor para la Autoridad Palestina (AP) ha sido la religión como factor identitario y políticamente contradictorio. Esto explica la secesión de Gaza, bajo hegemonía de Hamas y la consiguiente dualidad del poder palestino. También explica por qué el proyecto de diálogo interreligioso del Vaticano, propuesto por Juan Pablo II en el 2000, tuvo más acogida en los judíos que en los musulmanes. Durante su visita a Israel del año 2000, fue mejor recibido por el gobierno y religiosos israelíes que por los líderes religiosos palestinos.

Ante tan compleja realidad, un analista occidental debe relativizar la perspectiva propia de los Estados de Derecho laicos. En éstos, la independencia jurídica de los gobiernos respecto a las comunidades religiosas ayuda a sus representantes a negociar conflictos con cierta soltura terrenal. Distinto es el caso cuando la última palabra la tienen los representantes en esta tierra de Alá o de Yahvé.

 Oslo en la añoranza

 Pese al bloqueo de los religiosos y gracias al fin de la Guerra Fría, pudo iniciarse un proceso de paz entre palestinos y judíos. Sin superpotencia soviética que avalara el rechazo panarabista de un Estado judío, el Primer ministro Itzhak Rabin, su canciller Shimon Peres y Yasser Arafat, líder de la OLP, pudieron reconocerse como interlocutores legítimos dispuestos a negociar. Sucedió en la Conferencia de Paz para el Medio Oriente de 1991, en Madrid y fue el preludio de una negociación con facilitadores noruegos, que produjo los Acuerdos de Oslo de 1993. Era un compromiso complejo y gradualizado, que contenía devolución y canje de territorios, congelamiento de los asentamientos y compromisos para negociar otros grandes temas pendientes, como el estatus de Jerusalem y de los refugiados. Su horizonte era un Estado palestino independiente, bajo el lema “paz por territorios”.

Hubo beneficios inmediatos. Para Israel se tradujo en un retroceso del aislamiento internacional y un notable comportamiento de su economía, que potenció su industria turística y llevó a posiciones líderes en el ámbito tecnocientífico. Entre 1990-1996, el país creció al 6%, su ingreso per cápita fue acercándose al de los países desarrollados, comenzó a visualizar una inflación casi cero, redujo su gasto militar, su tasa de desempleo y aumentó la producción y exportación de bienes con alta tecnología incorporada.

Por su parte, bajo liderazgo de la Arafat por la AP, los palestinos asumieron un control entre pleno y restringido sobre más del 50% de los territorios que reivindicaban y que contenían cerca de un 90% de su población. Ello hacía inminente la aprobación de un Estado Palestino internacionalmente reconocido y compromisos de ayuda internacional incrementada para su desarrollo. En ese contexto, Arafat lucía lejos de sus tiempos de guerrillero errante e incordiante para gobernantes árabes de la región. Para sorpresa de muchos, incluso obtuvo una visita de Bill Clinton a Gaza, donde fue recibido con vítores, como si nunca hubiera sido denostado como enemigo de la causa palestina.

Auge y ocaso

En 1995 hubo una emblemática cumbre en la Casa Blanca. Las fotos muestran el shake-hands de Rabin y Peres con Arafat, ante un complacido Clinton. Era un triunfo del realismo, que reflejaba un escarmiento mutuo. Para los palestinos, pues tantas décadas de hostilidades y víctimas incluso les significaron enfrentamientos con gobiernos árabes y no les permitieron recuperar  un centímetro del territorio que les reconociera la ONU en 1947. Para los israelíes, porque tantas décadas de victorias les enseñaron que la superioridad militar no bastaba para poner fin a su conflicto. Peor aún, los obligaba a hipotecar su desarrollo y asumir una vida bajo amenaza permanente.

Sin embargo, la violencia interrumpió esos avances. Meses después Rabin fue asesinado por un judío religioso contrario a Oslo y, poco antes de nuevas elecciones en Israel, militantes suicidas de Hamas mataron a una treintena de israelíes judíos. Esto dejó en incómoda posición a Peres, candidato laborista y primer ministro interino tras el asesinato de Rabin. En cambio, fue una ventaja decisiva para Netanyahu, candidato del Likud y duro adversario de Oslo. Bajo el lema “paz segura”, contradijo el lema “paz por territorios”, representando el interés de los religiosos ultraortodoxos y de los colonos de los asentamientos.

Netanyahu ganó estrechamente en 1996 y la derrota de Peres marcó un punto de no retorno.

Terrorismo en evolución

Entre 1997 y 2000 asistí al despliegue de una política sinuosa respecto a Oslo. A poco gobernar Netanyahu dejó esos acuerdos en estado semiagónico, pero no se atrevió a darles el puntillazo. Para evitarse un conflicto con Clinton, optaba por enfatizar el peligro del terrorismo palestino.

En ese contexto, el proceso de paz debió coexistir con una beligerancia de metodología binaria: atentados terroristas e inmediata represalia dura del Tzahal (Fuerzas de Defensa de Israel). El nivel de esta beligerancia fue creciendo con cada avance en la negociación de Oslo pero, como suele suceder, la sistematicidad, periodicidad y nuevo sesgo del terror no fueron percibidos de inmediato. Los actores implicados perseveraron en secuencias estereotipadas: el gobierno israelí ejecutaba sus réplicas, personalidades palestinas explicaban que había terrorismo porque había ocupación, los gobiernos de terceros países y la ONU pedían a Arafat que condenara cada atentado y a los gobernantes de Israel que no autorizaran represalias.

En apariencia, el terror había engendrado una rutina. Pero, visto el tema en retrospectiva, estaba emergiendo, por aproximaciones sucesivas, un nuevo tipo de guerra. Inicialmente la superioridad militar del Tzahal había forzado a los combatientes palestinos a la metodología guerrillera clásica, con base en “santuarios” externos. Luego, tras los conflictos que ello creó con los gobiernos de esos “santuarios”, Arafat ensayó una “guerra especial” de desgaste, con modelo vietnamita, desde sus territorios. Finalmente, reconocido Arafat como líder y negociador de la Autoridad Palestina, tomó el relevo de la violencia Hamas, organización palestina de obediencia fundamentalista. En alianza con Hezbollah y Jihad y enemiga de la negociación de Oslo, trataría de imponer una voluntad política de bloqueo a través de una violencia aterrorizante y también autodestructiva. Así, ante lo que denunciaba como “traición de Arafat”, pasaba del aforismo negociador “si no puedes vencerlos únete a ellos”, a un tácito “si no puedes liderar políticamente ni vencer militarmente, destruyámonos todos”. Al efecto, su arma especial de inicio fueron los “mártires suicidas”.

Guerra de nuevo tipo

En agosto de 2001, terminada mi misión en Israel, ensayé un pronóstico que reflejaba esa nueva línea. Escribí en la Revista de Estudios Internacionales que Arafat dejaría de ser considerado interlocutor válido y que “atentados terroristas y represalias se convertirían en una forma coyuntural de guerra”. Entonces era primer ministro el guerrero Arieh Sharon, con un “plan de desconexión” que implicaba retirar de Gaza a los colonos judíos. En los Estados Unidos, su contraparte era el presidente George W. Bush, con su propio plan de desconexión: sus asesores le decían que debía liberarse de compromisos con Israel.

A menos de un mes, los brutales atentados de Al Qaeda contra las Torres Gemelas y el Pentágono confirmaron que algo nuevo empezaba a suceder. Los ejecutores suicidas de Osama bin Laden estrenaron un silogismo inspirado en los fundamentalistas palestinos: si eliminar del mapa a Israel era militarmente imposible, los Estados Unidos (y Occidente) eran castigables y civilmente vulnerables (como digresión, en esto algo había de Huntington y su “choque de civilizaciones”). Pero luego, cuando Bin Laden asumió dicha causa -“Juro por Alá que América no vivirá en paz antes de que la paz reine en Palestina”-, entendí que, a semejanza de Hamas, estaba sobrepasando el liderazgo de Arafat. Daba a entender que la lucha contra Israel era funcional a sus pretensiones de liderazgo panislamista, con base en una estrategia apoyada en un terrorismo de nueva generación. Lo que en reciente columna para este medio definí como “superterrorismo”.

Simultáneamente, hubo secuencias políticas paralelas en Israel, Afganistán, Irán e Irak. Arafat puso distancia con las manifestaciones de alegría de los fundamentalistas palestinos, el Primer Ministro Sharon identificó a Arafat con Bin Laden y Shimon Peres sostuvo que los equivalentes de Al Qaeda eran Hamas y Jihad Islámica.

Bush, por su parte, entendió que si sus asesores querían eludir el conflicto, éste no quería eludir a los Estados Unidos. En esa línea, declaró la guerra contra el terrorismo, cerrando el círculo iniciado por bin Laden. Fue el preludio de un nuevo tipo de guerra, encasillable entre las convencionales y las asimétricas. Es la guerra que actualmente se está desarrollando en Gaza, con Israel contra Hamas y sus aliados, con un grave desbarajuste en el desorden geopolítico mundial. Y -como en los viejos tiempos- con una dañina polarización identitaria al interior de muchos otros países. Entre ellos, el nuestro.

Periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021

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