Señor Director:

Ocho años después del levantamiento estudiantil, ya es tiempo de hacer una autocrítica, pues todos los que estuvimos presentes ya hemos recorrido un largo camino.

Para la llamada Revolución Estudiantil del 2011 en Chile, participé activamente como dirigente en la USACH. En ella levantamos las banderas de fin al lucro, gratuidad y calidad para la educación superior. Este movimiento se tomó las agendas políticas del momento y los medios de comunicación llenaban páginas con dictámenes y opiniones de dirigentes estudiantiles, quienes finalmente lograron un escaño en la cámara baja (incluso sin terminar su carrera) en las elecciones siguientes.

Al escuchar en ese entonces a Jackson, Vallejos, Ballesteros, Boric, entre otros, pude percibir que sus discursos hacían eco de la mayoría de los estudiantes y la ciudadanía. Sentíamos que este no era un problema de derecha o izquierda, sino que correspondía a un derecho clave para el desarrollo del país, regido por una ley con un diseño muy vetusto con sesgos sociales y un riesgo turgente para aquellos que en aquel entonces se endeudaban con el banco o CORFO.

La elección de Michelle Bachelet en 2014 fue gracias al apoyo repentino de estos dirigentes estudiantiles, quienes obtuvieron un cargo estatal a cambio y así lograron decepcionar a todos quienes confiábamos que este movimiento cambiaría la historia. En muchos CONFECH acordamos ser un ente externo fiscalizador para transitar a una nueva ley educacional, pactamos no vender el proyecto a ningún sector político y mucho menos a aquellos que habían creado la antigua ley. Pero esto no fue así, los “jóvenes iluminados” de Revolución Democrática terminaron designados para ser parte del Ministerio de Educación, quienes aceptaron felices sin ningún resquemor. Así llegaban pues como los agentes de cambio para un espacio de poder que antes no teníamos, pero su participación fue muy pobre, renunciaron a los pocos meses. Se enredaron dentro de sus convicciones, no dieron el ancho intelectual/técnico, y lo que finalmente resultó ser fue un bonito discurso con olor a humo.

Decepción, desilusión, engaño, burla, son algunas de las palabras que se me ocurren para definir el resultado de la ley que sacaron apurados en enero de 2018 para cumplir con la promesa de campaña. La inmadurez política y técnica de los dirigentes estudiantiles muestra su peor cara. Actualmente 27 mil universitarios de escasos recursos económicos están perdiendo su gratuidad, pues claro, una vez más no se dieron cuenta de las externalidades negativas de La Ley de Educación Superior al señalar que la gratuidad dura solo el periodo formal de las carreras, y que cuando un alumno se atrasa, paga la mitad del arancel y la otra mitad la paga el plantel.

La solución parche para este problema cuesta 26 mil millones, dinero que no está presupuestado y que no se puede exigir a las limitadas arcas estatales. El error de los antiguos dirigentes estudiantiles ya es un hecho, debemos lidiar con los vacíos de una ley nuevamente mal diseñada. Esta vez no se debe cometer el mismo error, hay que priorizar a aquellos que no tienen columnista, ni voz, ni voto. Hay que poner a los niños primero en la fila, sin dudar de que esta política es la que a futuro nos generará mayor movilidad social.