“Fue el momento más feliz de mi vida y no lo sabía. De haberlo sabido, ¿habría podido proteger dicha felicidad? ¿Habría sucedido todo de otra manera? Sí, de haber comprendido que aquel era el momento más feliz de mi vida, nunca lo habría dejado escapar”.

Orhan Pamuk, en El museo de la inocencia

El instante de la expectativa, de la ilusión, es el segundo que mayor satisfacción provoca al resguardo de nuestros afectos y sensibilidad: la obertura de una emoción, la promesa de encontrar y de vivir las emociones eróticas, en sus diferentes formas y horizontes. Saciar las carencias del vacío y el hambre de ternura desmedida. Bajo la lluvia, con sol, sobre una terraza, o al interior de un automóvil. Así, “Mi amor” (“Mon roi”, 2015), el cuarto largometraje de ficción de la actriz y directora francesa Maïwenn, resulta un torbellino audiovisual de contradicciones y de significados fílmicos claros y a la vez difusos, profundos y certeros.

¿Termina por acabarse alguna vez una atracción que califica para definirse como de fijación y de obsesión por otra persona, sin decaer, y la que siempre se convierte y se transforma en “algo” que sencillamente jamás nos será indiferente?

Protagonizada por Vincent Cassel (Georgio) y por Emmanuelle Bercot (premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes del año pasado por su rol en este título, como Marie-Antoinette), la propuesta de la obra radica en consolidar una visión realista acerca del desarrollo y de las conclusiones sentimentales, que se establecen entre un hombre y una mujer, los cuales dicen amarse y quererse. Con un discurso narrativo que vuelve encima de un pasado fragmentario para explicar el presente, y luego detenerse en el abanico de situaciones que componen el magma extendido de nuestras esperanzas.

Diversidad de ambientaciones que confluyen armoniosamente en una multiplicidad de expresiones estéticas, y los cuerpos se aflojan, se tersan, se abrazan, y nacen pulsiones tanto psicológicas como literarias: el conflicto de la cámara (en distintos planos y grados de distancia), sintetiza una visión de rivalidad y de juicio en relación al curso que toman los vínculos en la ventana interna de una pareja heterosexual. Del odio al amor, de la aversión al deseo que nunca se agota y fallece: espacios abiertos y habitaciones cerradas, se conjugan con el objetivo de expresar, mediante los encuadres, los factores de riesgos y de seguridades, que prevalecen y se expanden, dentro del universo ignoto, hipotético y especular, de las emociones, y de las aspiraciones que buscan hallar un remanso de cariño.

La complejidad de tener la existencia por delante: “Disfruta mientras seas un niño, que después la vida se pone difícil”, le dice vía telefónica Marie-Antoinette, a su hijo Simbad. Y después, se registra a la protagonista mientras lee una novela del atormentado y suicida escritor Romain Gary, el esposo idólatra de la actriz Jean Seberg: el libreto sigue al célebre narrador, en la oferta de los vínculos torcidos, francos y llameantes, que acompañan cualquier lazo romántico.

Algo de azar y destino, una apuesta por el eterno resplandor de los pobres recuerdos que no dejan de hablarnos de ese ser, al que sólo se anhela, omitir en la memoria. La frustración amorosa, su decantación, la persistencia de su duración, y el lente de la realizadora persigue inmortalizar esa fuerza, esa sensación, en los gestos capturados por los primeros planos, y la histeria de ella, y los arrebatos y las evasiones de él. Pero se aman. Y son diez años que se observan disgregados, pero coherentes, sólidos en fundamento y respuesta audiovisual: música incidental cautivadora, seductora, la nieve, un lago, el nacimiento de un niño y un accidente a la rodilla, convertida en marca del dolor que nos aflige, la estética del momento, una caricia, un llanto, una risa, un insulto dicho al vacío.

La talentosa Maïwenn (1976), se une a esa larga tradición francesa de artistas geniales que escribieron, filmaron, y teorizaron acerca del amor: Stendhal, Balzac, Flaubert, Proust, el mencionado Romain Gary, Francois Truffaut, y ahora último Philippe Garrel: y su análisis prescinde de etiquetas de “género”. Es la pasión y punto, sin complacencias ni complicidades con sus congéneres femeninas. Y a veces la sinceridad tampoco alcanza, y la edad avanza, y el físico adquiere las características de una lagartija que se arrastra.

El cuestionamiento sobre engendrar vida, la aceptación de la derrota, la imposibilidad de llevar a cabo nuestras aspiraciones y espejismos. La cámara registra aquello, descarnadamente. Aunque la estética del momento, del instante, augura un resultado para la posteridad, porque los planos de Mi amor, tienen ese objetivo hasta el final: que no se escape ninguna imagen, postura, palabra, mirada, esos rasgos del derroche de algunos seres, y que en pueblos como Francia, transpiran sabiduría y conciencia de la finitud, y de lo inaprehensible de la existencia. Por eso, como en el Nietzsche del eterno retorno, acá importan en demasía esos segundos, aparentemente triviales. Y la ciudad se alza en el equivalente de una geografía propicia para el huracán emotivo y la ruralidad, en contraste, como el escenario consecuente a fin de recuperar los nervios y la estabilidad psíquica.

Película de iniciación tardía, este largometraje explora sobre terreno artístico y humano, es cliché, lo sabemos: conocido y desconocido, en un suelo fílmico posible e imposible. Esa trama, esa estética argumental y audiovisual (difícil y madura), la expresó y explicó bellamente Jorge Luis Borges, en su poema “El amenazado”, cuando dice, en uno de sus libros postreros: “Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz,  la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. / Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles”.

Son numerosas las secuencias que acá añoran un intento por reproducir los conceptos y los decibeles anímicos e interiores de los personajes: Por eso, es aún más loable que la cámara, con esas acrobacias, deslizamientos, lejanías y proximidades, mantenga siempre la estabilidad y la claridad de formas fotográficas y argumentales. Al desorden emotivo de los personajes, se les impone una conducción segura y convencida, los párrafos de un libreto que asemeja una novela, y el ojo de una directora que entrega la impresión de ser una artista “total”: una actriz hermosa y perspicaz, una cineasta brillante y estratégicamente inteligente.

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