Visitando a unos amigos -muy queridos, por cierto- en época de encierro, me sorprendo cuando me cuentan que compraron un robot que les asea la casa, que lo programan y comienza sus labores de manera independiente y extremadamente eficiente muy temprano por la mañana. Cuando ellos empiezan a circular, la casa ya está reluciente. Mayor es mi asombro cuando las órdenes emanadas por parte de uno de ellos en alta voz hacen que la música ambiente pare de sonar; le pide a una solícita voz en off que espera órdenes que abra la puerta de rejas porque está llegando otro invitado y así, me siguen epatando… Los que muestran más cara de sorpresa -aparte de mí, por supuesto- son el par de perros mascota regalones que comparten hábitat y que aún no incorporan a su coeficiente cerebral ni aprenden a convivir con este “ser” extraño que se moviliza desde el alba y habla desde lo invisible, en la que también es su casa….

Por otro lado, no hace mucho leí por ahí -perdón por ser tan poco riguroso con la fuente- que si a una persona que viviese en los comienzos de la era cristiana la pudiésemos trasladar 17 siglos adelante no sería tan abismante y paralizante la diferencia en los modos de vida si lo comparamos con trasladar a un individuo desde siglo XVIII a nuestros días. Han sido tan vertiginosos y radicales los cambios en estos últimos 200 o más años, que no sé si esa persona resistiría tanta “información/transformación”. De lo que sí estoy seguro es que estaría por lejos con más incertidumbre y desconcierto que las mascotas caninas ya aludidas.

Más distante aún de mi experiencia en casa de estos amigos es lo que nos espera a mediano y quizás corto plazo. En Netflix nos encontramos con lo que podría ser una sinopsis de este futuro. La serie británica Black Mirror, basada en ciencia ficción distópica (antiutopía indeseable en sí misma), deja al espectador en franca aversión frente a los avances tecnológicos y cómo éstos pueden llegar a afectar a las personas, creando una verdadera paranoia al hacernos sentir esclavos de su omnipresencia. No dejemos que la tecnología se convierta en el derrame de petróleo en el océano.

Los avances tecnológicos y la globalización nos tienen algo en jaque. No los alcanzamos a digerir cuando ya tenemos en frente un nuevo desafío por delante y que, muchas veces, la no inmediata incorporación nos provoca, además, un desagradable cansancio cognitivo. Parte de este ajedrez ha sido la pandemia. Nos ha mostrado que la tecnología nos puede ayudar a ser más productivos en muchísimos aspectos, pero que seguimos siendo tan vulnerables y frágiles con ella como sin. Quiero creer que, inteligentemente, nos hemos servido de esta prosperidad, pero a la vez nos hemos tenido que obligadamente conectar con el yo íntimo, con nuestro espíritu. Hacer el viaje al interior de la máquina más compleja y milagrosa, el cuerpo humano, que, como si fuese poco, posee los ingredientes que ninguna otra máquina puede ni podrá poseer como son los sentidos, emociones y que, en el colmo de su complejidad, perfección, magnitud y magia, crea vida.

El cuerpo humano tiene un límite físico claro con lo externo, la piel. Y se conecta con el exterior por medio de los sentidos, vista, olfato, gusto, oído y tacto, y tiene un efecto de retroalimentación a través de las emociones. Me conecto y me nutro y de ese alimento pueden emanar las mas diversas manifestaciones, entre ellas la forma de vida, la creación, el arte.

Haciendo el parangón, los hogares son el “cuerpo” de la vida en sociedad, son nuestra intimidad, nuestro yo interno, con sus muros -de lo que sean- como piel de límite y experimenta el mismo proceso de retroalimentación. Incorporamos a él todo lo que nos nutre, nos da placer, paz, tranquilidad. Y dejamos penetrar en él a las personas que creemos lo merecen, tal como a nuestro cuerpo, a los que nos dan amor…

No ensuciemos nuestra vida con agentes que afecten nuestro ecosistema, cuidemos nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestros hogares, no despreciemos los oficios

Jamás, espero, la ficción distópica o cualquier otro tipo de ficción podrá actuar ni reemplazar al hombre, a todo lo que tenga que ver con el ser, con la permanencia en este universo y la forma de conectarnos con lo humano, con nosotros mismos, con la naturaleza y con otras especies animales. No nos alejemos de eso, especialmente las que nos acompañan en nuestros hogares, en este transito, este fragmento que es parte de la muerte y que se llama vida.