Aunque a estas alturas ya debiéramos haber aprendido a no usar más esa frase, lo cierto es que la sensación ambiente en Chile no es la mejor. El cansancio y agotamiento con la pandemia, y la incertidumbre y preocupación que genera el inminente inicio de la convención constitucional hacen que muchos crean que el país está pasando por su peor momento desde que se inició la crisis del Covid-19 en marzo de 2020. Porque hay muchas razones para estar preocupado y pocos motivos para estar esperanzado, más allá de los altos y bajos que ha tenido la pandemia y de los cambios en la intensidad con que el Covid-19 se ha manifestado en Chile en estos 15 meses, es incuestionable que Chile no pasa por su mejor momento.

Desde que hay encuestas, el ánimo colectivo en Chile tiende a empeorar en invierno. Cuando a eso se le suma la crisis económica, la alta tasa de desempleo, la incapacidad de la clase política para ponerse de acuerdo en cuestiones esenciales y el temor a que el proceso constituyente se descarrile o, peor aún, se vaya por una dirección distinta a la que estableció el acuerdo alcanzado bajo la presión del estallido social en noviembre de 2019, es comprensible que mucha gente piense que el país avanza por el camino equivocado. Pero si algo debimos haber aprendido en estos quince meses de pandemia es que las cosas siempre pueden empeorar y que no hay que apurarse en cantar victoria.

Más allá de las cosas que se podrían haber hecho mejor y de las decisiones que se tomaron cuando no había suficiente información sobre la real amenaza que constituía el Covid-19, el gobierno parece haber tropezado una y otra vez con la misma piedra del apresuramiento en creer que el país estaba ya en condiciones de volver a la normalidad. En repetidas ocasiones, el gobierno se apuró en creer que lo peor ya había pasado y anunció medidas que, si bien eran saludablemente optimistas, no parecían hacerse cargo de lo obstinado que ha sido el virus en seguir causando daño al país.

Por eso, cuando la prensa y los líderes de opinión vuelven a usar la muletilla de que estamos en lo peor de la pandemia, la única reacción posible es la incredulidad. Esa frase ha sido repetida demasiadas veces como para que siga teniendo efecto. Como el ser humano se acostumbra a todo, hablar del número de casos positivos, muertes y camas críticas disponibles ya no tiene el mismo efecto comunicacional que tenía cuando la crisis recién comenzó.

Esta observación es también aplicable para el proceso constituyente y para lo que se viene en el país en los próximos doce meses. Desde que se firmó el acuerdo por la Paz Social (sic) y la Nueva Constitución era fácil prever que muchos de los firmantes tenían nulo interés en terminar con las manifestaciones y la violencia y nada de intención en respetar el acuerdo. A medida que han ido pasando los días, va quedando claro que un número relevante de constituyentes está determinado a saltarse los torniquetes y arrogarse atribuciones y poderes más allá de los que establecen los acuerdos.

Lamentablemente, así como la población se ha acostumbrado a las restricciones a la movilidad que se han adoptado en el país —llevamos más de 500 días con toque de queda— y a otras realidades dolorosas como las escuelas vacías o el altísimo número de victimas fatales, los chilenos poco a poco se irán acostumbrando a que la convención constitucional se arrogue poderes y atribuciones que algunos, ilusamente, aseguraban que jamás ocurriría. Porque cualquier proceso político que implique la redacción de nuevas reglas del juego representa una tentación demasiado grande para los que reciben el poder de redibujar la cancha, la convención constituyente hará todo lo posible por ir más allá de su mandato. Algo así vimos, por cierto, con la propia forma en que la dictadura militar usó la constitución de 1980 para redibujar el sistema político y económico del país.

La mala noticia es que, con los ánimos por el suelo y con los problemas apilándose, muchas personas no le prestarán la atención necesaria a las decisiones refundacionales que vaya tomando la convención constitucional. La urgencia del día a día hará que muchos chilenos olviden que la convención estará dibujando una nueva hoja de ruta para el país. La buena noticia es que habrá un plebiscito de salida en el que la ciudadanía tendrá la oportunidad para rechazar esa propuesta. Aunque hay buenas razones para creer que, a fines de 2022, los chilenos todavía creerán mayoritariamente que la nueva constitución milagrosamente ampliará los derechos y reducirá la desigualdad, también existe una luz de esperanza de que la gente comience a valorar el Chile que el estallido social quiso sepultar. Igual como los chilenos hoy añoran con volver a esa realidad en que no existía la pandemia, muchos chilenos comenzarán eventualmente a soñar con un país donde prime la cordura, el estado de derecho y la gradualidad en los cambios sociales, políticos y económicos.

Sociólogo, cientista político y académico UDP.

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