“Llamo pasiones al deseo, la cólera, el temor, la audacia, la envidia, la alegría, el sentimiento amistoso, el odio, la añoranza, la emulación, la piedad, y en general a todas las afecciones a las que son concomitantes el placer o la pena”.

Aristóteles, Ética Nicomaquea.

Vivimos actualmente en un medio ambiente emocionalmente cargado. Estamos preocupados de averiguar cuándo el país se jodió, la sociedad de halla polarizada, la salud mental de la gente alterada, reinan la intolerancia y el enojo en las redes sociales, la rabia late bajo la superficie del confinamiento, existen miedos y añoranzas, hay escasa amistad cívica, falta comprensión y compasión, la política parece estar bajo el dominio de la culpa y así por delante.

Es cierto que los humanos, según enseña la sociología de las emociones, especialidad no tan antigua como son los filósofos que desde temprano se dedicaron a estudiar esos estados del alma descritos por Aristóteles, somos animales intensamente emocionales. Podemos emitir e interpretar un amplio abanico de estados emocionales que nos sirven para enhebrar relaciones sociales, integrarnos a grupos y organizaciones, participar en movimientos sociales, forjar identidades personales, comunicarnos —con este lenguaje especial— afinidades culturales, pertenencia a grupos de status, sentimientos de atracción y rechazo y, en el límite, destruirnos unos a otros.

Los acontecimientos de los últimos meses, desde el estallido —también de emociones— hasta la peste del Covid-19 que nos tiene anímicamente a maltraer, son un terreno fértil para reflexionar sobre las pasiones y afecciones que experimenta nuestra sociedad.

I

Partamos, pues, por el presente. Como otras sociedades acosadas por la pandemia, donde el fantasma de la muerte anda suelto, prima un cúmulo de emociones negativas. Un reciente estudio internacional subraya el alcance global de este fenómeno; las personas declaran experimentar estados de ansiedad, hallarse deprimidas, estar desconectadas socialmente, tener dificultades de aprendizaje, decaimiento en su desempeño y angustia frente a lo que vendrá.

Este cuadro se repite a lo largo de la historia, aunque expresado cada vez con un  diferente vocabulario de las emociones. Así Bocaccio, al describir la peste que en 1348 había invadido su ciudad (Florencia) y recordar “la pestífera mortandad pasada”, contempla una escena “dolorosa para cuantos la vieron o conocieron, y que aún, por lo perniciosa y deplorable, conservan en su memoria”. En efecto, escribe, “estas cosas, y muchas otras semejantes y hasta peores, provocaron numerosas imaginaciones y miedos entre los que conservaban la vida, quienes no miraban más que a una finalidad harto cruel: la de alejarse de los enfermos y de sus casas, con lo que creían adquirir salud”. La sociedad florentina, sugiere este autor, había cambiado de ánimo y su imaginario emocional se había transformado con el arribo de la peste.

II

En Chile, dijimos, las emociones vienen transmitiéndose por circuitos de alta intensidad —casi sin parar ni dar respiro— desde octubre pasado, con ocasión del estallido del 18-O. Y así hasta ahora que nos hallamos bajo el dominio del Covid-19,  nuestra peste, cuyos flujos y reflujos nos mantienen en vilo, crispados, todavía semiconfinados e inseguros de lo que nos espera en las próximas semanas y meses y los años siguientes: ¿un constante retorno del coronavirus y su contagio?, ¿fiestas patrias sanitizadas?, ¿plebiscito en qué condiciones?, ¿un nuevo estallido?, ¿escuelas cerradas o abiertas?, ¿recuperación económica y del empleo cuándo?, ¿un futuro de austeridad y restricciones o un regreso al crecimiento sostenido?

Un interesante trabajo académico de Mac-Clure, Barozet y Conejeros (COES, 16-08-2020), trata precisamente de la evolución de las emociones de la población chilena desde el 18-O hasta el presente. Se basa en los resultados de grupos focales realizados en Santiago y Puerto Montt; grupos integrados por las mismas personas con quienes se conversó —antes, durante y después del estallido de octubre— sobre sus sentimientos y percepciones a lo largo de un periodo de 10 meses, hasta junio de 2020, ya en la cima de la peste.

¿Qué se puede inferir de esas conversaciones que fueron metodológicamente organizadas para explorar las emociones como un fenómeno social?

En primer lugar, que ha habido un desplazamiento de los miedos e incertidumbres entre el momento del estallido y el de la pandemia. Desde los miedos que al comienzo la rabia juvenil y la protesta masiva lograban compensar en alguna medida, hasta el temor de ahora compartido intergeneracionalmente sin contrapeso alguno. Desde el miedo mayor atribuido entonces a la clase burguesa al miedo de hoy sentido más intensamente por los grupos sociales desamparados. Desde un temor, ayer, a ver interrumpido el progreso material expresado mediante demandas y un sentimiento positivo de lucha colectiva, al miedo angustioso que como una sombra persigue actualmente a las estrategias individuales y familiares de sobrevivencia de los sectores pobres y vulnerables. Desde la incertidumbre del estallido alimentada por expectativas y esperanzas de un futuro mejor a una situación donde la pandemia anula esos sentimientos y da paso a una sensación de riesgo de perderlo todo y de hallarse frente a una catástrofe inminente.

En seguida, de las conversaciones emerge un sentimiento respecto del futuro que gira en torno a la idea de “reinventarse”, con una emocionalidad bifurcada sin embargo. Por un lado, con un toque de esperanza y un estado mental activo, inventivo, el sentimiento de que frente al desempleo masivo causado por la pandemia, hay la necesidad y la posibilidad de encontrar alguna forma de generar ingresos insertándose en una actividad laboral, por precaria que sea. Es un movimiento afirmativo frente al futuro inmediato que existió también en tiempos de la protesta social, solo que ahora trasmutado por una visión más individual, de resiliencia frente a la adversidad. Por otro lado, con un grado de resignación y cierto derrotismo, el sentimiento de que el futuro inmediato está clausurado, no ofrece oportunidad ninguna de salir adelante, y fuerza a hacer las pérdidas del caso: del consumo, la educación (mejor) de los hijos, el status, la estabilidad, lo ahorrado y de las expectativas que había creado la trayectoria previa.

En tercer lugar, se percibe a partir de los grupos focales una redefinición de identidades colectivas de pertenencia de las personas, las que se desplazan desde una percepción de ser “pueblo” y formar parte de un sujeto colectivo movilizado durante las semanas y meses siguientes al 18-O a un sentimiento muy distinto en la actualidad. Ya no se utiliza el término “pueblo” con su connotación emocional de pertenencia a un proceso, una lucha, una demanda social, sino que se constata ser parte de un “todos” que se halla definido desde el exterior por la peste; “todos” objeto de una amenaza, no un sujeto histórico movido por un principio de esperanza. Además, ese “todos” trae de vuelta y vuelve a hacer patente las desigualdades entre ricos y pobres, poderosos y débiles, barrios altos y bajos, pues los riesgos son asumidos asimétricamente por unos y otros, y las capacidades de reacción frente a la vida y la muerte son percibidas como radicalmente distintas.

Por último, se produce un cambio también en la vivencia del sentimiento de  sociabilidad, desde un sentimiento colectivo (“pueblo”) combativo alimentado por la protesta a unas nuevas experiencias y relatos de sociabilidad. Estos son representados en la conversación como redes de trueque y compraventa entre vecinos, ayuda con alimentos y ollas comunes, esfuerzos grupales de vigilancia y seguridad, etc., vinculados al estado de confinamiento y a las estrategias de sobrevivencia producto de la pandemia. Incluso, podría pensarse que hay más entrelazamiento comunitario ahora que durante el estallido, acompañado además de un sentimiento pragmático —no político— de cooperación y una mayor conciencia de responsabilidad personal.

III

A partir del interesante estudio comentado, se plantea una serie de preguntas dirigidas a la sociología de las emociones y su potencial analítico para entender la sociedad chilena en tiempo de múltiples crisis que convergen durante el periodo entre octubre de 2019 y agosto de 2020.

¿Son las emociones un fenómeno individual, pudiendo agregarse como preferencias en un mercado? ¿O hay derechamente emociones colectivas, como postulaba Durkheim a propósito de las religiones y los ritos, o de situaciones de anomia y fenómenos de conciencia colectiva? ¿Pertenecen las emociones a diversas esferas o campos o arenas de la sociedad, como parece lógico postular—v.gr., mundo de la familia, el vecindario, el trabajo, la educación, el consumo, la cultura y así por delante? ¿Cuán transitorias o estables son las pasiones, si se atiende al estudio chileno que comentamos más arriba? Y de existir diversas dinámicas emocionales según diferentes arenas, ¿cuáles priman y por qué? ¿Y qué papel juegan las variables de localización territorial, edad, género, estrato socioeconómico, nivel educacional, creencias y de exposición a los medios de comunicación y redes sociales?

Todo esto viene al caso de aquellos climas emocionales que han circulado en Chile, primero, masivamente a la hora de las protestas sociales y luego, en sede más bien familiar, en el momento de la pandemia. Aquellos con proyección inmediata hacia la esfera pública y la escenificación de la rabia como emoción dominante; estos otros presentes, ante todo, en la esfera privada de las familias y las comunidades locales, cuyas emociones básicas parecen ser el temor, la angustia y la incertidumbre. Los primeros climas se vinculan directamente con la política; los otros, con hogares y redes de sociedad civil.

Los lenguajes de las emociones en una situación y otra difieren, asimismo, como muestran los rostros en las calles, el movimiento de los cuerpos, las muchedumbres presentes/ausentes, los elementos de carnaval allí versus los ritos de la muerte acá, las referencias a expectativas y esperanzas en octubre y a la necesidad de rehacer la propia trayectoria vital a partir de marzo con el Covid-19.

A su vez, las emociones se anudan a fines y medios. En las protestas, el fin era manifestar un rechazo, reivindicar unos derechos y una dignidad y demostrar el poder de un sujeto que se iba constituyendo en el proceso, la calle, la marcha, a la sombra —y, por eso, no necesariamente en contra— de la violencia. Fondo y forma; esta última dada por los medios de acción: las convocatorias, la convergencia en ciertos lugares, el enfrentamiento con las fuerzas policiales, las pancartas y los cánticos, los gritos y las consignas, la marea humana llevándose por delante los obstáculos materiales y las jerarquías simbólicas. Y, adyacentes a los medios oficiales, aquellos otros situados más allá de la ley o directamente contra ellos: la asonada, la destrucción de bienes públicos y locales privados, las barricadas, el asalto a comisarías, el fuego prendido a iglesias, el volcamiento de estatuas.

Envueltas estaban allí emociones calientes en torno a una emoción primaria de enojo-ira con sus calibraciones de baja intensidad como disgusto, malestar, molestia, irritación, perturbación; o de intensidad moderada, como frustración, displacer, hostilidad, animosidad; o de intensidad alta, como rabia, desprecio, beligerancia, ira, furia. En conjunto motivan un arco de comportamientos, sentimientos y pasiones que fácilmente confluyen con la acción de muchedumbres en las calles, según pudo observarse en las ciudades a lo largo de la duración de las protestas.

En cambio, la pandemia, junto con el confinamiento forzado y la interrupción del empleo y el ingreso de los hogares, generan una respuesta que—a nivel de emoción primaria—es la  aversión y el temor, movilizando una cohorte de emociones de baja intensidad como preocupación, retraimiento, vacilación, cautela; de intensidad moderada como recelos, trepidación, ansiedad, miedo, alarma, o de alta intensidad como terror, horror, angustia, pánico. Son emociones frías, introvertidas, que Bocaccio observó también en 1348, entonces incrementadas por una cultura religiosa que atribuía la peste negra a la ira de Dios en reacción a los pecados humanos; ira divina frente a la cual solo cabía someterse, confesar, arrepentirse y rogar a Fortuna no estar en las filas de los condenados por esa enfermedad que tanto “espanto había infundido en el pecho de los hombres”, según escribe Bocaccio.

En breve, así como la protesta fue una reacción airada frente a un estado de cosas que se consideraba inaceptable, el temor y la incertidumbre ante la peste son una respuesta secularizada frente a un “enemigo invisible”—tan temible como la ira divina—pero cuyo poder (armas  biológicas) podremos eventualmente contrarrestar.

IV

Desde hace 10 meses, Chile se encuentre metido en un torbellino de emociones. Ha pasado del calor al frío, de la protesta a la pandemia y ahora —con esa carga combinada de emociones— se prepara para una tercera fase que estará articulada por un plebiscito y más de una decena  de elecciones. ¿Cual será el clima emocional de esa nueva fase?

Si recurrimos al mismo esquema de emociones primarias, sus combinaciones secundarias e intensidades (baja, moderada, alta) empleado más arriba (J.H. Turner, 2007, 2014), cabría esperar —si todo avanza de la mejor manera imaginable, se superaran algunos de los malestares que están en la base del 18-O y se disipan  los temores de la pandemia— un nuevo clima, más positivo que los anteriores. Su emoción primaria de base sería, en efecto, una de satisfacción y contentamiento que terminaría por desplazar los dos complejos emocionales anteriores, marcadamente negativos. Por ahora resulta difícil imaginar la emergencia de un escenario como ese.

Más posible parece ser que durante los próximos meses se instale un clima articulado en torno a una emoción primaria de decepción y frustración, bajo el supuesto que las soluciones planteadas a las crisis político-institucional, social y económica no lograrán materializarse oportunamente ni a entera satisfacción de las partes interesadas. En tal caso estaríamos ante la sobreposición de una tercera capa emocional de signo negativo que envolvería a las dos anteriores, negativas tambien: una de aversión y rabia, la otra  de temor e incertidumbre. Esta combinación conduciría, casi inevitablemente, a la creación de un clima deprimente, con emociones de segundo orden que podrían ser ya bien de baja intensidad, como desánimo y desaliento; o de intensidad moderada, como resignación y desesperanza; o de alta intensidad, como pesadumbre, derrota e indignación moral.

Cuál combinación de elementos se torne dominante y defina el clima emocional de los próximos meses y años no puede anticiparse, pues dependerá de como el país avance en la solución de sus problemas críticos, cuándo y cómo se supere la pandemia, y cuáles sean los sentimientos y pasiones que resulten de la crisis social y de la competencia electoral. Será necesario, por lo mismo, continuar con estos ejercicios de climatología de las emociones sociales y políticas.