Durante toda la Convención Constitucional hubo un afán de extirpar, por parte de la izquierda, todo rastro de subsidiariedad de nuestro ordenamiento jurídico y reemplazarlo por un Estado Social. De hecho, la propuesta abría su texto declarando que Chile era un Estado social y democrático de derecho y el mito dice que los convencionales de izquierda lloraron el día que se aprobó esta norma.
A pesar de que la propuesta de la Convención fue defenestrada categóricamente el 4 de septiembre pasado, la idea del Estado social como reemplazo del Estado subsidiario subsistió. Incluso, en las llamadas bases o bordes constitucionales, se considera una norma ecléctica que dice: “Chile es un Estado social y democrático de derecho, cuya finalidad es promover el bien común; que reconoce derechos y libertades fundamentales, y que promueve el desarrollo progresivo de los derechos sociales, con sujeción al principio de responsabilidad fiscal y a través de instituciones estatales y privadas”. La comprensión de esta norma ha sido diversa. Mientras algunos comisionados han sostenido que la subsidiariedad es incompatible con un Estado social -incluso han dicho que este viene a aniquilar a aquella-; otros han planteado que sí lo es. La duda persiste.
El Estado social ha sido interpretado frecuentemente como un Estado benefactor al estilo de las socialdemocracias de la segunda mitad del siglo XX posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pero no tiene por qué ser así, como lo ha demostrado Alemania, que fue uno de los pioneros en la introducción de un modelo de Estado social y ha tenido un comportamiento mucho más subsidiario que muchos países que se suponen adhieren a este último principio. El núcleo del conflicto es la concepción que se tenga de uno y otro concepto, por ende, una convivencia armónica de ambos podría ser factible.
Para concluir si son compatibles en un mismo régimen jurídico, será necesario conceptualizarlos, aunque sea mínimamente y, en este esfuerzo, nos encontramos que, mientras el Estado social es particularmente difuso, la subsidiariedad presenta la dificultad de que, al ser un concepto que desborda lo jurídico, tiene diversas manifestaciones dentro y fuera del orden constitucional.
Se suele sostener que el Estado social es aquel que incorpora a sus fines el deber de procurar a cada persona un mínimo existencial y construir unas relaciones sociales justas o bien corregir la desigualdad, garantizando que los más débiles cuenten con una protección equivalente a los más favorecidos. En consecuencia, reconoce la necesidad que sea el Estado el que se haga cargo de las necesidades básicas de sus ciudadanos mediante un rol activo en la prestación de bienes públicos y en la satisfacción efectiva de derechos sociales. Sería, por así decirlo, el órgano garante de promover el bienestar general de la sociedad. Hasta aquí podríamos afirmar que su origen es más o menos cercano a la dimensión activa o positiva de la subsidiariedad que reconocía Jaime Guzmán y que ya enunciamos en la columna publicada el 1 de abril pasado.
Pero hay sectores de izquierda, cuyas ideas aún siguen orbitando el proceso constitucional, para quiénes implicaría necesariamente un Estado de bienestar que tenga un rol marcadamente preferente o incluso exclusivo como prestador de servicios que satisfagan los derechos sociales. Esta tesis -que podríamos denominar Estado centrista- está relacionada a una corriente latinoamericana que busca que los derechos sociales sean directamente justiciables y que no estén condicionados a la medida de lo posible. Los encargados de concretarlos, entonces, no serían ya los legisladores, sino los jueces, quienes tendrían en la práctica la tarea de condicionar las políticas públicas de los gobiernos y ordenar a los privados determinadas acciones para hacer realidad la justicia social. Incluso se aboga por un Estado entusiastamente empresario.
El Estado social puede ser considerado como un concepto incompleto o abierto, es decir, sin contenido sustantivo pues, a pesar de que es fácilmente reconocible en las democracias europeas del siglo XX, ha tenido manifestaciones muy disímiles. Los conceptos de justicia material, procura existencial o desarrollo social generalizado están presentes, con mayor o menor intensidad, entre los impulsores del Estado social según sea el rol monopólico que le asignen al Estado; pero el consenso básico entre todos sus partidarios es asegurar a la población la prestación de ciertos servicios normalmente asociados a derechos sociales que se consideran condiciones mínimas de dignidad en el contexto de una sociedad moderna.
Al ser una cláusula abierta dependerá del paradigma de sociedad –más o menos Estado centrista– que cada uno tenga. Por lo tanto, pareciera ser un concepto normativo sólo en cuanto impone al Estado una obligación de resultados, independiente de si este es el primero en estar llamado a cumplirlos o no. En este sentido, sería compatible con el principio de subsidiariedad, como lo hemos entendido en la columna del 1 de abril mencionada.
Lo que suele pasar es que, voces interesadas en distorsionarlo o en sacar máximo provecho de esta discusión, le han dado mucho énfasis a la abstención del Estado en la consecución del bien común. Pero es la sociedad misma la que debe velar por el bien común, estructurándose en grupos o sociedades intermedias que están entre las personas y el Estado. Estas uniones virtuosas permiten a la sociedad civil -fortalecida después de las debacles financieras experimentadas por los Estados de bienestar en los últimos 70 años- lograr el cometido clave del Estado social que es la consecución de derechos.
En suma, lo que define al Estado social es la provisión efectiva de derechos sociales. Si se entiende la subsidiariedad íntegramente, en sus fases positiva y negativa, no hay razón para que esto no pueda ser llevado a cabo por la sociedad civil. Esto hace más probable un actuar de mayor eficiencia del Estado y una participación de los privados en las prestaciones necesarias para dar efectividad a los derechos sociales.
La subsidiariedad, que es permitir a las personas accionar a través de grupos intermedios o agrupaciones, cualesquiera sean los fines que persiguen, mientras sean legítimos, para alcanzar el bien común, justamente se orienta a la provisión de elementos que permiten el desarrollo, entre otros, de derechos sociales. Esta, a juicio nuestro, sería la exégesis idónea que permitiría dar aplicación armónica a la base constitucional que señala que Chile es un Estado social y democrático de derecho, cuya finalidad es promover el bien común a través de instituciones estatales y privadas.