Hace unos días se hizo pública la decisión del Papa Francisco de abolir el ‘secreto pontificio’ en casos de abuso sexual de menores cometidos por clérigos. La determinación del pontífice implica que el contenido de las causas canónicas, mediante las que se investigan estos casos, dejará de ser secreto. Como consecuencia, la Justicia Civil podrá acceder a antecedentes de las investigaciones eclesiales en esta materia.

En principio, la justificación de la Iglesia acerca del ‘secreto pontificio’ apelaba fundamentalmente a la necesidad de salvaguardar la privacidad de las víctimas y la presunción de inocencia de los acusados. En la práctica, sin embargo, la aplicación de esta norma sobre las investigaciones de abusos favoreció un ‘secretismo’ que, en lugar de favorecer el cuidado y la protección de las personas, en numerosos casos contribuyó a mantener los delitos ocultos, silenciar a las víctimas, dificultar las indagaciones de la justicia civil y favorecer la impunidad de los culpables.

La medida adoptada por el Papa se comprende, a la luz de lo anterior, desde un doble movimiento: el reconocimiento de los efectos colaterales dañinos del ‘secreto pontificio’ y la necesidad de ‘poner a las víctimas en primer lugar’. Conjugando ambos elementos, la decisión supone una apuesta decidida: que la apertura y transparencia de los procesos, a pesar de los posibles efectos adversos de la no-confidencialidad (exposición de denunciantes; condena social anticipada hacia los acusados), parece ser la mejor opción para proteger realmente a las víctimas y alcanzar la verdad y la justicia.

La abolición del secreto pontificio es también un hecho sociológicamente llamativo, pues pone en el horizonte la pregunta por la relación entre Iglesia y sociedad (y entre religión y sociedad). Buena parte de la tradición sociológica ha intentado resumir las características que esta relación adquiere en la Modernidad a partir del concepto de ‘secularización’. Desgraciadamente, el influjo del paradigma ilustrado sobre esta tradición favorece una interpretación sociológica que reduce la secularización a un proceso de abandono de la religión. Desde esta comprensión limitada, bien podría leerse la abolición del ‘secreto pontificio’ como un paso a favor de la limitación del ‘poder’ de la religión en la vida social. La relación entre religión y sociedad subyacente a esta comprensión está definida por una dinámica de desarrollo antagónico, donde la preservación de una parte supone la anulación de la otra.

Una excepción sociológica interesante en la comprensión de la secularización es la ofrecida por Niklas Luhmann. De acuerdo con el profesor Pedro Morandé, uno de los más notable sociólogos de nuestro país, desde Luhmann la relación entre religión y sociedad se comprende en un sentido evolutivo, a partir del cual la secularización no anula ni a la sociedad ni a la religión, sino que constituye un proceso permanente y de larga data que contribuye a su mutua diferenciación. Ello implica reconocer que la secularización no significa otra cosa que el reacomodo de la religión a nuevas formas sociales. Al diferenciarse de otros ámbitos (como la política, la economía, o la ciencia), la religión no se desvaloriza, sino que especifica más su rol y se desprende de aquellas funciones que no le competen. Al final, lo religioso se vuelve más religioso. Esta interpretación posibilita una mirada sociológica interesante de la abolición del ‘secreto pontificio’: no se trata un desarrollo antagónico de ‘la sociedad’ en desmedro de ‘la religión’, sino de un hecho que contribuye a su mutua diferenciación. Como resultado de ese proceso evolutivo y adaptativo, cada ámbito puede cumplir mejor la función que le es propia, sin anularse mutuamente: la Iglesia sirviendo mejor al cuidado y a la protección de la Persona Humana; el Sistema de Justicia investigando y sancionando con mayor eficacia conforme a la ley.

Cabe precisar que la diferenciación entre ámbitos no debe comprenderse como un proceso de clausura, donde lo religioso y lo social entran en un estado de autarquía e incomunicación. La diferenciación depende de un proceso de ajuste mutuo. El cambio en torno al ‘secreto pontificio’ no hubiera ocurrido sin los múltiples actores sociales que abogaron por ello y sin las autoridades eclesiales que se dejaron interpelar por dichos actores.

Es de esperar que la abolición del secreto pontificio contribuya a alcanzar mayor justicia para las víctimas de abusos eclesiales. Es justamente la protección a las víctimas aquél espacio de unidad donde, a pesar de su diferenciación, Iglesia y sociedad se encuentran, se ajustan mutuamente y continúa evolucionando.