¿Qué tienen en común Petare, uno de los barrios más pobres de Caracas, con Marina Dubai, el sector más opulento de los Emiratos Árabes Unidos (EAU), o Telesur, la cadena televisiva bolivariana con Al Jazeera, la estación de TV de Qatar, o la empresa petrolera PdVSA con Qatar Energy? La verdad es que nada. Sin embargo, todos son símbolos duales.

Representan las dos caras de un asunto fuertemente visibilizado a raíz del último campeonato mundial de fútbol, pero sobre el cual poco o nada se comenta. Es el contraste entre los modelos de desarrollo seguido, por un lado, por los emiratos petroleros y Venezuela, por otro. Mientras esta última muestra resultados paupérrimos, Qatar, los EAU, Kuwait o cualquier otro del Medio Oriente se ubican en el reverso de la medalla. Prosperan en las antípodas del Socialismo del Siglo 21.

El tema de los modelos de desarrollo de los países petroleros suele ser esquivado. Probablemente por la contundencia de sus resultados, o por dejar al descubierto cuestiones incómodas, al no corresponderse con las democracias liberales. Mientras la joya del bolivarianismo tomó el obvio camino socializante, igualitarista, revolucionario y altamente ideologizado (alabado por un buen número de latinoamericanos), los jeques optaron por uno pragmático, aperturista, innovation-driven y business-friendly. El resultado es una diferencia lapidaria, abismal e incontestable.

Entre los economistas se han planteado numerosas hipótesis para explicar lo nocivo que sería la irrupción abrupta de ingresos provenientes de una única fuente de recursos básicos, tipo petróleo o gas. The Economist popularizó en 1997 el concepto mal neerlandés. Hoy se conjetura que Venezuela, poseedor de una de las más grandes reservas de crudo, sería uno de los ejemplos más trágicos. 

A primera vista, ello parece cierto. El país se ha hundido en un verdadero cataclismo económico, atribuyéndose la causa (de manera benevolente) a aquel mal. Pero al hurgar en su espiral de desastres auto-provocados, imposible no constatar un comienzo algo soterrado, inmediatamente tras la asunción al poder de ese ponzoñoso caudillo llamado Hugo Chávez. El derrumbe total inicia en 2012 con su muerte y la llegada de Maduro. Hoy para nadie es un misterio que Venezuela sufre un gravísimo deterioro de la calidad de vida de sus habitantes, delincuencia desatada y total desabastecimiento de bienes básicos. Ello ha provocado un movimiento migratorio de dimensiones incuantificables, el desplome de su moneda e hiperinflación. 

Lo curioso es que ninguno de estos signos catastróficos se observa en las monarquías petroleras del Medio Oriente. Ni las más pequeñas, tipo Kuwait o Qatar, como tampoco las grandes, Arabia Saudita, sufren tales padecimientos. Cada una de ellas, independientemente de sus orígenes y sus particularidades (valga recordar que entre ellas no reina precisamente la amistad) exhiben, pese a la riqueza petrolera, una prosperidad inaudita. ¿Esconderán algún secreto? 

Ninguno. Lisa y llanamente todas han evitado el despilfarro y las alucinaciones, aplicando de manera consecuente políticas de muy largo plazo y pragmáticas. Para los jeques, el avance social, inserto en los índices de desarrollo humano, viene por añadidura a la política económica y al fervor innovador. 

Esa fórmula explica que el Guggenheim y el Louvre tengan filiales (o réplicas) en Abu Dhabi, que el museo Salsali haya hecho otro tanto en Dubai, que esos y otros múltiples museos y bibliotecas estén inmersos en una arquitectura de lujo, que el público bien informado se admire con las grandes iniciativas ecologistas y el mundo se sorprenda con su investigación espacial.

EAU es una de las pocas potencias científicas que tiene un satélite orbitando Marte y pronto enviará un rover a la Luna. Y la Expo City Dubai acogerá la COP 28 el próximo año, garantizando un ambiente seguro y exento de vandalismo urbano.

Por su lado, Arabia Saudita tiene en desarrollo hacia el 2030 un mega-proyecto ultrafuturista, que roza la ciencia ficción. Se ubica en la frontera saudí-jordano-egipcia, a un costado del Mar Rojo, y se llama NEOM, acrónimo formado por neo y por la letra M que es la primera letra de la palabra futuro en árabe. Su promotor es el príncipe Mohamed bin Salman y consta de cuatro grandes componentes: Sindalah (centro turístico), Line (núcleo urbano verde y carbono-neutral), Oxagon (puerto enteramente automatizado con gigantescas estructuras flotantes) y Trojena (con fines deportivos, incluyendo invernales). Impresiona saber que allí no aplicará la sharia, sino un código civil semejante al de las democracias occidentales. Una especie de Zona Económica Especial como las de Deng Xiao-Ping en la China de los 80.  

Puesto en simple, prácticamente todas las monarquías del Medio Oriente decidieron formar parte del mundo desarrollado y hoy ya lo son, aunque las democracias occidentales mantengan reparos a sus características idiosincráticas. Obvio, los jeques claramente no están interesados en las democracias liberales e independientemente de los gustos, han demostrado gran intuición al identificar con acierto las condiciones necesarias para dar inicio a un ciclo histórico en países con cero tradición liberal. Más Maquiavelo, menos Locke o Montesquieu.

Literalmente atrapada en el otro extremo, América Latina continúa practicando su producto más conocido, el realismo mágico. Sus piezas más excelsas son Chávez y Maduro. Carismáticos y troglodíticos caudillos, algunas de cuyas excentricidades fueron descritas magistralmente por Enrique Krauze en El Poder y el Delirio

Ambos sobresalen por el despilfarro a raudales de los recursos petroleros. Desopilantes “proyectos de desarrollo” sin sustento ni propósito claro, salvo el reforzamiento de ese incombustible espíritu de hermandad latinoamericana y una megalomanía sin límites.

Con tales predicamentos, Chávez y Maduro prometieron faraónicos túneles, gigantescas represas, un megapuente sobre el Orinoco, una central nuclear en Zulia y otra en el Amazonas. Voluntariamente se hicieron cargo por completo de una economía quebrada como la cubana y subvencionaron cuanta cosa apareció en el horizonte; sea en África o en Europa. Desde luego que todas esas delirantes iniciativas, salvo la ayuda a Cuba, fueron abandonadas a medio camino o jamás iniciadas. El proyecto bolivariano ha significado un derroche de recursos a escala muy difícil de imaginar y de medir. Es bastante probable que nunca llegue a cuantificarse con mediana exactitud.

Un lugar preponderante en los desvaríos bolivarianos tiene el gasoducto transamazónico, delineado de cara a un mapa y con lápiz en mano, personalmente por Chávez, Lula y Néstor Kirchner. Sin estudios ambientales ni financieros previos, la colosal construcción iría nada menos que desde Ciudad Bolívar hasta la Patagonia. Es decir, cruzaría casi 10 mil kilómetros, la mayoría de ellos selváticos. ¿Su nombre? Simón Bolívar, obviamente. El absurdo proyecto, que fue olvidado inmediatamente tras fallecer Chávez, llegó a estar avalado por ese asambleísmo interminable tan atractivo para los demagogos. En un ejercicio de profundización democrática, el gasoducto fue aprobado por la audiencia del programa radial “Aló, presidente”.

Esto genera una duda muy básica. ¿Por qué las monarquías del Medio Oriente han podido desarrollar proyectos gigantes, sustentables, y los bolivarianos ninguno?

La hipótesis más plausible radica en las narrativas diversas que desarrollaron las élites de una y otra parte. Mientras la bolivariana se inspiró en ese tóxico y estridente cocktail de culpar al capitalismo, al “imperio” estadounidense y a España de todos los males latinoamericanos, las monarquías decidieron adaptar sus tradiciones beduinas a esa lógica elemental de las economías avanzadas que desaconseja la dilapidación de recursos. Asumieron que el petróleo y el gas son bienes finitos, y que la estabilidad depende, tanto de la creatividad económica, como de la contención de narrativas disparatadas, pasando por la parsimonia y sentido de Estado de sus autoridades. 

Su más notable clarividencia estratégica fue haber descartado la menor cercanía con alguno de esos socialismos de los múltiples que estuvieron de moda en aquellos años, como el nasserista y el gaddafista, que terminaron cautivando a prácticamente todos los países árabes tras la descolonización. Los jeques descartaron también esa atractiva fantasía filo-maoísta de Nkrumah para pasar con rapidez del feudalismo al comunismo evitando el capitalismo. Un olfato histórico inigualable. 

Hoy se ve de manera prístina. Si se hubiesen adentrado por senderos ideologizados, serían en la actualidad -en el mejor de los casos- economías arruinadas y estados fallidos. Unas mini-Venezuelas. Aunque quizás, por su ubicación geopolítica, no serían otra cosa que nidos de feroces luchas tribales. Otros Yemen.

*Ivan Witker es académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE.

Académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE.

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