La detención preventiva y el control de identidad, las dificultades para poner mujeres en directorios, las consecuencias del #MeToo en el trabajo, la reiterada violencia hacia las mujeres, la descalificación lapidaria de unos a otros en el parlamento, la discusión sobre a quién corresponden las tareas domésticas, la bronca contra los inmigrantes… provienen en su esencia de juicios y experiencias culturalmente aprendidas, guardadas a sangre y fuego en el cerebro, en esa parte llamada el inconsciente personal y colectivo. Prejuicios, en otras palabras, pero no nos atrevemos a ponerle ese nombre. Pre-juicios que nos impiden alinear nuestras intenciones con nuestras conductas. Y todos salimos perdiendo.

La eterna búsqueda de nosotros, los humanos, de lo que no se ve pero que intuimos existe ha llevado a múltiples profesionales a indagar con rigor científico aquello que han llamado el inconsciente. Esa parte de nuestra cabeza en la que se guardan millones de impresiones, percepciones, recuerdos, imágenes, sueños, y mucho más. Es definitorio para saber quiénes somos y, sin embargo, no sabemos lo que está guardado allí. Ese es el origen de nuestros sesgos inconscientes o sesgos implícitos.

Una vez instalados, desde edades muy tempranas, y producto del ambiente cultural en el que crecemos, estos sesgos ocultos tienen gran influencia sobre nuestro comportamiento hacia miembros de un grupo social. La conversación científica y empírica sobre el tema nos indica que, al referirnos a los sesgos inconscientes, la mayoría de las personas se rehúsa a aceptar que sus conductas puedan ser guiadas por modelos mentales que no conocen y, por lo tanto, no manejan. Entonces buscamos refugio en la tribu, convencidos que la meritocracia es para todos.

Los costos sociales y económicos de estos prejuicios son altísimos, y pueden a la larga desembocar en persecuciones, muertes, y hasta genocidios, como lo hemos visto en la historia tantas veces.

Dicen los que saben que donde más influencia tienen los sesgos implícitos, donde más afloran, es en la contratación de personal para empresas e instituciones comprometidas con la “diversidad”. Sociólogos, psicólogos y economistas están de acuerdo, y lo han comprobado a través de complejos estudios, que el grupo social al cual pertenecemos puede ser aislado como una causa definitiva del tratamiento que le damos al otro. La raza, el género, la religión, la clase social, la sexualidad, la discapacidad, la profesión, el atractivo físico y la personalidad son algunos ámbitos donde opera fuertemente el sesgo. Los grupos de los cuales cada uno de nosotros proviene contienen la mejor explicación sobre quién es el otro y qué hace, y por lo tanto esa sería la gran justificación para nuestro comportamiento hacia ellos. Es así como vivimos y vamos creando nuestros propios estereotipos.

Por ejemplo, se ha comprobado que, de una pila de currículos, el encargado de contratar va a elegir en la primera vuelta a los que tienen un nombre y apellido conocidos por él, de su misma raza, ojalá de su misma universidad o colegio, y va a discriminar por género, inclinándose por un hombre. Los costos sociales y económicos de estos prejuicios son altísimos, y pueden a la larga desembocar en persecuciones, muertes, y hasta genocidios, como lo hemos visto en la historia tantas veces. Igual, estamos convencidos que los argentinos son arrogantes, los colombianos feroces, los mexicanos violentos, los americanos malos, los franceses insoportables. Y sigue así, hasta que solo quedo yo y mi espejo, convencidos de haber actuado “con toda objetividad y atendiendo solo al mérito” del postulante.

Nosotros y ellos. Nosotras y ellas. Aquí estamos, esperanzados de que la desigualdad se cure sola, con crecimiento y todo lo que sabemos. Nosotros y ellos. Esperando ser vistos y pertenecer.  Nosotros y ellas. Marcados por los sesgos del otro. Aunque sabemos cuánto nos necesitamos.

FOTO: SEBASTIAN BELTRÁN GAETE/AGENCIAUNO