Todas las instituciones se enfrentan tarde o temprano a una crisis. La naturaleza, la operación de la infraestructura o el quehacer de las propias instituciones, entre otras posibilidades, brindan generosas oportunidades para ocasionar una crisis de envergadura y una dura prueba a los directivos a quienes toca gestionarlas. Casi siempre una crisis mal manejada lleva al término abrupto de una administración y a la salida de quien la encabeza. Es el elevado precio que pagan quienes desde sus cargos asumen la responsabilidad de mitigarlas, o de contenerlas cuando se desatan, y no son capaces de alcanzar esos objetivos.

Los gobiernos, porque administran una variedad de campos donde abundan las posibilidades de fallos o de acontecimientos imprevisibles, suelen encontrarse con la crisis como un escenario potencial recurrente durante sus mandatos. Es la institución por antonomasia donde esa amenaza está siempre rondando sobre las cabezas de los gobernantes, una suerte de constante burbujeo, como fumarolas en la cumbre de un volcán activo, que no da respiro a quienes se eligen para un cargo de tal nivel de exigencia, sea del lado político que sea.

Otra cosa completamente distinta es buscarse una crisis, convertirse en su causa, por incompetencia, falta de cálculo, o, peor aún, deliberadamente. Es lo que le ha venido sucediendo al gobierno del Presidente Boric prácticamente desde los albores de su administración. No habían pasado cuatro días desde que el flamante gobernante del Frente Amplio asumiera el mando de la nación cuando su ministra del Interior se propuso hacer ingreso a la inexpugnable comunidad de Temucuicui, allí donde Carabineros y la PDI habían fracasado anteriormente en sendos intentos. Aunque no debió desconocer los riesgos que corría, la ministra se dirigió imperturbable al “ojo del huracán”, desatando una crisis política de proporciones que no mucho después, no antes de debilitar su posición con otros desatinos, terminó con su desafortunado paso por el gobierno.

Un año después la situación parece volver a repetirse –el Gobierno dirigiéndose al “ojo del huracán”–, pero esta vez podría ser mucho peor. Es lo que está sucediendo con la grave situación financiera de las isapres que ha conducido a la insolvencia de la industria y un posible fin anticipado de las aseguradoras privadas (considerando que en el programa de gobierno se contempla una reforma que igualmente terminaría con ellas). No hace falta una gran dosis de perspicacia política para aquilatar el tipo de crisis sistémica y política que podría originar una falla catastrófica del sistema de salud.

Por un tiempo demasiado largo para una crisis de esta envergadura –cuyos síntomas ya se habían dejado sentir en el último año del Gobierno anterior– dominó la negación. Durante largos meses el análisis estratégico y un comité de crisis de la más alta jerarquía gubernamental brillaron por su ausencia. Ni qué decir de medidas adoptadas con el fin de contenerla. María Begoña Yarza, la exministra de Salud del Gobierno, llegó a afirmar que “mirando los números de las ganancias de las isapres el escenario catastrófico que se señala no parece posible, porque lo más probable es que guardaron para momentos como este, y que tengan para poder resolver este problema transitorio, así que ese escenario nosotros no lo vemos». En septiembre pasado dejó su cargo.

El ”problema transitorio” –si lo era, entonces la reforma de salud podía esperar tranquilamente su turno– devino en crisis sistémica después de un fallo de la Corte Suprema en diciembre pasado referido al reajuste de precios de los planes de las isapres. Aunque a más de alguien pudo tomar por sorpresa –¿a alguien del Gobierno?– lo cierto es que la eventualidad de un golpe de mano de los tribunales en esta materia no era en modo alguno improbable. La judicialización en el sector ha sido por años una práctica generalizada y, de hecho, es una de las causas basales de este rompecabezas.

Es difícil imaginar una crisis de tanto impacto social como la que tendría una de estas características en el área de la salud. El Gobierno de Sebastián Piñera salió airoso de la pandemia que tomó de sorpresa al mundo a inicios de 2020. Pero hay pocos referentes en el mundo de una situación como la que se enfrenta ahora. No hay algo así como una vacunación exitosa para salir esta vez del paso. “De terror” suele decirse ahora en modo coloquial para referirse a lo inimaginablemente dañino o nocivo. Los expertos pronostican un incremento significativo de las muertes en el país a causa de la imposibilidad del sistema público para incorporar a millones de nuevos afiliados que actualmente se tratan en el sistema privado. 

¿Qué es lo que puede llevar a un Gobierno debilitado, que ha debido modificar su estrategia política –su plan de vuelo original– casi completamente, a caminar a paso firme al precipicio de una las mayores crisis que podría enfrentar una administración en cualquier parte del mundo, ni más ni menos que una crujidera espeluznante de su sistema de salud, que ya se deja oír a leguas de distancia? Responder este enigma político es uno de los mayores acertijos del momento. Y puede que no quede mucho tiempo para averiguarlo.

Por cierto, la crisis no sale de vacaciones durante febrero. En cambio, seguirá agravándose cada día que pasa hasta que, de no mediar una maniobra mayor del Gobierno –por ejemplo, un proyecto de ley corta de discusión inmediata– alcanzará un punto de no retorno. Después de la quiebra de una de las aseguradoras, que algunos ven venir tan pronto como en abril o mayo próximo, ya no se podrá desandar el camino que se dirige directamente al despeñadero.

*Claudio Hohmann es ingeniero civil y ex ministro de Transportes y Telecomunicaciones.

Ingeniero civil y exministro de Transportes y Telecomunicaciones

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