Ha muerto Benedicto XVI, el 265 sucesor del pescador Pedro al frente de la comunidad fundada por Jesús de Nazaret. El gran teólogo alemán, tantas veces presentado como un severo y ultraconservador guardián de la fe, no ha estado en realidad lejos del sencillo pescador galileo. Ni tampoco de su predecesor Juan Pablo II ni de su sucesor Francisco, como han querido pintarlo ciertos medios o determinados grupos tradicionalistas. Con su propio modo de ser, ha cumplido la tarea de traer al mundo contemporáneo el mismo mensaje que difundió Pedro, en fidelidad al origen y con una singular apertura al tiempo en que le tocó vivir.

Joseph Ratzinger, de procedencia humilde e inteligencia preclara, ha sido un reconocido catedrático de teología en universidades públicas alemanas y prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe pero, más allá de las caricaturas, no es ni el altivo intelectual ni el rígido perro guardián de la fe que se podría suponer. Quienes lo han conocido de cerca lo retratan como un hombre tímido, sencillo, que escucha.

Su estilo ha sido el diálogo, la apertura intelectual, la búsqueda de la verdad en una conversación continua con quien estuviera dispuesto a sostenerla. Lo suyo no fue el carisma arrollador de Juan Pablo II ni la cercanía pastoral de Francisco, sino un estilo particularmente reflexivo al servicio de la misma misión. Pero ese talante intelectual no lo llevó a dirigirse a una audiencia de élite, a hablarle a un exclusivo reducto de teólogos, sino a conectar con las inquietudes más hondas de las mujeres y los hombres contemporáneos, a dialogar con no creyentes, con jóvenes, con personas de otras religiones.

Sus libros de entrevistas con Peter Seewald son testimonio de esa actitud de hacer suyas las dudas y preguntas que remecen nuestro tiempo, de no eludirlas, de asumir a fondo las cuestiones más filudas. No le interesa imponer nada, sino comprender la inquietud, desentrañarla, y responder a ella con un pensamiento libre, internamente iluminado por la fe cristiana. No hay en sus análisis -sobre Dios, el ser humano o el mundo- nada de convencional, rutinario, anodino. No repite fórmulas: vuelve a pensar con frescura sobre preguntas siempre actuales. Y lo hace desde la experiencia creyente de un amor grande que sostiene el mundo. Desde la convicción de que nuestra búsqueda no termina en la nada.   

Hay quienes han visto un giro en el pensamiento de Ratzinger, de progresista a conservador, a partir de la revolución de 1968. Pero mirada en su conjunto, su obra no parece hacer sufrido giro alguno. Las categorías mismas de progresismo y conservadurismo parecen limitadas para entender su figura, que se resiste a estas clasificaciones. Su pensamiento es, en las distintas etapas, auténtico, libre, y es precisamente esa honestidad intelectual la que lo lleva a la convicción de que un mundo sin verdad solo puede conducir a la manipulación. Sin un ancla de realidad no hay reflexión posible sobre la dignidad humana, sobre el cuidado de la naturaleza, sobre la democracia ni sobre nada. Cuando lo único que cuenta es el éxito, el resultado, hasta el ser humano se vuelve instrumento.

Benedicto XVI confía en la capacidad de la razón humana de buscar la verdad y entiende que el intelecto despliega todo su potencial cuando se abre a lo más grande, cuando no responde negativamente a priori a la pregunta por la trascendencia. Comprende que la verdad no es una abstracción teórica, sino una Persona, que tiene un nombre, un rostro: Jesús de Nazaret, Dios encarnado. Su radical apertura intelectual, su mirada simultáneamente sincera y esperanzada sobre el mundo contemporáneo arranca de ese inconmovible fundamento.

¿Qué nos ha dejado Ratzinger, Benedicto XVI? Palabras nuevas, sencillas, cristalinas, capaces de espolear la razón y de hacer resplandecer el núcleo del mensaje cristiano en nuestro tiempo. Y ha dejado también el testimonio de una vida en coherencia con esas palabras, una vida con consistencia propia. La consistencia que da una singular apertura intelectual, anclada en la realidad más real.

Benedicto XVI no es Pedro, ni Juan Pablo II ni Francisco. Es él mismo y ha puesto su propia identidad al servicio de una misma tarea imponente que ya recorre dos milenios. El pasado jueves ha sido enterrado en Roma junto al pescador galileo. En una continuidad sin rupturas y donde cabe la pluralidad, el papa Ratzinger parece haber cumplido cabalmente su misión.

*Francisca Echeverría es investigadora de Signos, Universidad de los Andes.

Investigadora de Signos, Universidad de los Andes.

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