En la recta final hacia el plebiscito que determinará el futuro de la propuesta de la Convención constituyente, Chile se encuentra sumido en la proliferación de encuestas, los análisis políticos de distinta naturaleza, errores no forzados de algunas autoridades, una campaña curiosa y el claro intento de sumar votos de algunos indecisos o evitar la fuga de los partidarios menos fieles a las posturas del Apruebo y el Rechazo. 

En estos días de agosto, quizá la noticia más notoria y digna de consideración fue el acuerdo de los partidos de izquierda para corregir propuestas extremas o electoralmente riesgosas, aclarar aspectos confusos de la propuesta de la convención e incluso realizar ejercicios retóricos que permitan tranquilizar a quienes pueden estar temiendo la pérdida de alguna libertad o no confían en la propuesta de régimen político establecida en la constitución que se plebiscitará el 4 de septiembre. Como suele ocurrir en estos casos, el documento titulado “Unidos y unidas para aprobar una nueva constitución” provocó rápidamente discusiones, aplausos y críticas. Unos destacaban la capacidad de los sectores de gobierno de ponerse de acuerdo para realizar ciertas reformas necesarias a la propuesta de la Convención y dar mayores certezas, mientras otros denunciaron que se trata de un reconocimiento tardío de una carta mala en su contenido, agregando que muchos trataron de fake news las numerosas críticas contra las ambigüedades y nuevos conceptos establecidos por los convencionales: el tiempo les dio la razón en su interpretación del consentimiento indígena, la propiedad de la vivienda o los estados de excepción, por mencionar algunos temas.

Sin embargo, hay un aspecto que ha tenido menos repercusión, pero que en una revisión de fondo resulta fundamental para comprender ciertos elementos claves de la lucha por el poder y del desarrollo de la revolución, surgida con fuerza en octubre de 2019. El proceso nació en la calle y –como reconocieron desde el Partido Comunista hasta la Democracia Cristiana– “las y los ciudadanos movilizados en todo el territorio nacional han establecido, por la vía de los hechos, un ‘proceso constituyente’”. Esto llevó a la siguiente conclusión a los entonces opositores al gobierno del presidente Sebastián Piñera: “Las fuerzas políticas tenemos el deber de hacer viable un Plebiscito vinculante para el establecimiento de una Nueva Carta Magna que rija los destinos del país” (“Declaración Pública”, 12 de noviembre de 2019). El Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución institucionalizaría el camino constituyente, lo cual implicaba –como contrapartida– que el propio Congreso Nacional renunciaba a sus facultades para entregarlas a un nuevo órgano.

Poco después de la elección de convencionales del 15 y 16 de mayo de 2021, y antes de que la Convención Constitucional comenzara sus trabajos el 4 de julio del mismo año, la “Vocería de los Pueblos de la revuelta popular constituyente” declaró ciertos conceptos básicos de lo que entendía debía ser la tarea a realizar: “El poder constituyente originario es un poder plenamente autónomo que se establece para reordenar el cuerpo político de una sociedad, teniendo como límites el respeto de los derechos fundamentales. En consecuencia, el proceso abierto por los pueblos no puede ser limitado a la redacción de una nueva constitución bajo reglas inamovibles, sino que debe ser expresivo de la voluntad popular, reafirmando su carácter constituyente sostenido en la amplia deliberación popular y la movilización social dentro y fuera de la convención”. Es decir, el poder constituido no podía poner límites al poder constituyente, que era originario en la autodefinición de ese grupo de convencionales. 

Ese era, ciertamente, otro momento de esta larga y dinámica evolución revolucionaria y constituyente. Entonces primaba una épica popular y renovadora de las instituciones que quedarían en el pasado, como reflejaría explícitamente el llamado refundacional de la primera presidenta de la Convención en su discurso de la jornada inaugural del órgano. El eslogan contra los “30 años” seguía teniendo impacto en los medios y en la ciudadanía, en medio del silencio casi inexplicable de los gobernantes de esa generación. Fueron días en los que la población apreciaba positivamente a los convencionales y su trabajo, lo que contrastaba con la visión existente sobre el Congreso Nacional y los partidos políticos, mal evaluados en numerosas encuestas de opinión en los últimos lustros.

No obstante, la situación ha cambiado desde aquellos días: por una parte, porque parece haberse creado una especie de microclima al interior de la Convención, que elaboró una propuesta distante a una que pudiera contar con amplia mayoría; por otra, algunas acciones torpes, falsas o absurdas de sus miembros llevaron al desprestigio de los constituyentes. Todo esto tuvo dos consecuencias hoy claramente visibles. La primera, que menos del 40% de la población aprecia positivamente el trabajo de la Convención (en enero estaba en torno al 60%); la segunda, es que hoy es posible –y hasta la fecha sigue siendo la alternativa más probable– que triunfe la opción Rechazo el próximo 4 de septiembre. En otras palabras, del 78% que respaldó la idea de tener una nueva carta fundamental en el plebiscito de entrada, a la hora de tener una constitución específica, se ha reducido de manera impresionante el apoyo hacia la propuesta de los constituyentes.

No cabe duda que esta evolución ha modificado también la percepción y acciones de la clase política, de los partidos y los parlamentarios, hoy mucho más abiertos a quitar el piso a la Convención y dispuestos a modificar la propuesta de constitución. No es casualidad que la inmensa mayoría de quienes se declaran por aprobar la nueva carta fundamental lo hagan con un apellido: “Para reformar”. El apoyo a la nueva constitución tal cual fue presentada por los convencionales apenas roza el 10%, lo que era absolutamente inesperado al comienzo del proceso. En esta forma de ver las cosas se reúnen dos aspectos principales: primero, la conclusión, cada vez más generalizada, de que la propuesta no es buena para Chile, o incluso que la constitución que se plebiscitará es derechamente mala; segundo, y más importante desde una perspectiva política y electoral, que es necesario abrir de inmediato la posibilidad de reforma, para obtener un apoyo más amplio que de lo contrario no llegaría para el 4 de septiembre.

En este plano debemos comprender el documento firmado por los dirigentes políticos de las diversas izquierdas, que si bien no aclara ni cambia los temas centrales de la carta fundamental propuesta –como el indigenismo o su marcado estatismo– se compromete a abordar ciertos temas con un sentido aclaratorio o eventualmente reformista: plurinacionalidad, derechos sociales, seguridad, sistema político y poder judicial. Aunque el texto no logra resolver todas las dudas y puede parecer impreciso e insuficiente, sí complementa desde la izquierda las propuestas que ya han hecho otros sectores en el Congreso Nacional para modificar los quórums y avanzar hacia cambios constitucionales de una forma distinta a la realizada por la Convención. En otras palabras, el poder constituyente parece estar regresando, al menos parcial y temporalmente, a los partidos políticos y las instituciones tradicionales, que muestran así su desafección con la tarea realizada por el órgano creado al calor de la revolución de octubre de 2019. Adicionalmente, en esta ocasión se suma un aspecto antes lejano, como es un mayor favor popular para fórmulas que disten de la experimentación de los convencionales, que tal vez puedan ser menos creativas, pero a la vez más consistentes con la trayectoria institucional de Chile y un futuro de progreso. 

A la larga, el choque de poderes quedó instalado y muchos convencionales tienen el legítimo derecho a reclamar por esta “intromisión” del poder constituido en su obra constituyente de un año, con una Convención democrática, paritaria y que integró a los pueblos originarios. Sin embargo, pese a todo eso, su propuesta no ha logrado convencer, parece que ni siquiera a sus partidarios, y por cierto mucho menos a sus detractores.

Alejandro San Francisco, académico Universidad San Sebastián y Universidad Católica de Chile. Director de Formación Instituto Res Pública.

Académico de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Pública

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