El pasado domingo 13 de octubre de 2019 fue canonizado en Roma el cardenal John Henry Newman. Nació el 21 de febrero de 1801, en Londres, y tuvo una larga y fecunda vida que se extendió hasta el 11 de agosto de 1890, cuando murió con fama de santidad. Lo resumió muy bien entonces el cardenal Manning: “Será canonizado en la mente de gente religiosa de todos los credos de Inglaterra”.

El joven Newman estudió en la Universidad de Oxford, donde más tarde fue un influyente profesor. Se ordenó en 1825 como presbítero de la Iglesia Anglicana, fue parte del Movimiento de Oxford y permaneció en el anglicanismo hasta su conversión definitiva al catolicismo: fue recibido en la Iglesia Católica en 1845. En 1865 reflexionaba en la Apologia pro Vita Sua. Historia de mis ideas religiosas (Madrid, Ediciones Encuentro, 1996): «Desde que me hice católico, por supuesto, se acabó la historia de ‘mis opiniones’ religiosas; ya no hay nada que narrar… Al convertirme no noté que se produjera en mí ningún cambio, intelectual o moral». Pese a ello, había encontrado la fe y la verdad en la que pensaba vivir y morir. Después siguió preocupado por el tema de la conversión, en un doble sentido: para que otros anglicanos se convirtieran al catolicismo, cada uno de acuerdo a su propia experiencia y la gracia, y para que los católicos vivieran su fe de manera más coherente.

Se trata, sin duda, de uno de los conversos más importantes de la Iglesia Católica en los últimos dos siglos, es todavía poco conocido en los países de habla hispana. Hay una excelente y documentada biografía de José Morales, Newman (1801-1890) (Madrid, Ediciones Rialp, 1990). Dentro de la Iglesia Anglicana había desarrollado una prolífica labor intelectual y doctrinal. Sin embargo, por la magnitud en la vida personal de Newman y por las repercusiones posteriores, sus aportes más trascendentes son posteriores a su conversión al catolicismo. Desde 1845 en adelante nada será lo mismo para él, todo estará determinado por su adhesión al catolicismo: viajó a Roma, fundó el Oratorio de San Felipe Neri, luego la Universidad Católica de Irlanda, además de desarrollar una intensa y muchas veces difícil labor pastoral y evangelizadora, con horas de confesión, predicación y oración. Parte de la tarea la realizaba a través del intercambio epistolar, clave en un hombre que escribió nada menos que 10 mil cartas, algunas de ellas decisivas para quienes las recibieron.

Además ocupó altos cargos y dignidades, como haber sido creado Cardenal por León XIII en 1879. Se interesó vivamente en los hechos y circunstancias de la Iglesia en el difícil y racionalista siglo XIX europeo. Le preocupó con atención especial la Encíclica Aeterni Patris, que restauró en la Teología católica las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino. Él  mismo redactó su sencillo pero elocuente epitafio, que resumía en parte su vida: «Desde las sombras y las imágenes hacia la Verdad».

Tuvo una vocación especial por la cultura y la vida intelectual. Una de sus reflexiones más profundas, y de gran actualidad, se refiere al «anclaje intelectual», referido a ciertas «creencias, convicciones, certezas» que «son quizá tan poco frecuentes como poderosos» en cuanto a los objetos morales. Estas creencias «forman la mente en la que se originan», otorgan una seriedad y carácter «que inspira en otras mentes confianza en sus opiniones» y resulta clave en la persuasión e influencia pública: «Crean -sostiene Newman- según el caso, héroes y santos, grandes líderes, hombres de estado, predicadores y reformadores, pioneros de los descubrimientos científicos», pero también «visionarios, fanáticos, caballeros andantes, demagogos y aventureros» (en Persuadido por la verdad, Madrid, Ediciones Encuentro, 1995).

En la misma línea de formación intelectual, Newman pensó la institución universitaria, consciente de que era un lugar privilegiado de formación y transmisión cultural. Dejó plasmada su visión en A Idea of a University, libro que cuenta con numerosas ediciones y traducciones, una de ellas realizada por Paula Baldwin y publicada por la Universidad Católica de Chile. Esta obra que contiene valiosas reflexiones sobre el conocimiento humano, la unidad del saber, la armonía de la fe y la razón, la religión, el sentido profundo de la enseñanza y la pasión por el aprendizaje, donde se respira auténtico conocimiento. No es casualidad que los últimos rectores de la UC hayan tenido al Cardenal Newman como punto de referencia en algunas de sus ideas y reflexiones sobre la universidad. Así, Juan de Dios Vial Correa recordaba en 1979 que Newman pensaba que el fin de la universidad  «era el saber, y, precisamente el saber no utilitario», lo que contrastaba con el tiempo que tocaba vivir a los chilenos, que aparecían «disminuidos y mezquinos» frente a quienes luchaban en el siglo XIX «por desarrollar la plenitud de la humanidad según una idea del hombre». Pedro Rosso hacía notar el 2001 que para el cardenal inglés «la universidad debe ser el lugar donde se enseña la existencia de un saber universal antes de exponer a los estudiantes a la especialización de una carrera profesional o de una licenciatura». Ignacio Sánchez, por último, sostuvo en 2017 que los lineamientos planteados por Newman en el siglo XIX son «muy importantes para la educación superior de ahora».

El Cardenal Newman, pese a su amor por la Universidad, no se dejaba engañar sobre su importancia relativa frente a otras finalidades más trascendentes: «Si la virtud es dominio sobre la mente, si su fin es la acción, si su perfección es orden íntimo, armonía y paz, hemos de buscarla en lugares más serios y santos que una biblioteca o una sala de lectura».

En otro ámbito, Newman fue un precursor, al destacar la importancia de los laicos en la Iglesia Católica, tanto en el ejercicio de ciertas labores profesionales como en el llamado a la santidad, lo cual sería reconocida con especial fuerza en el Concilio Vaticano II. Ahí también encontraron eco otros aspectos de al predicación de Newman, como destaca Cristóbal Orrego: «Su tratamiento de la conciencia, su sacerdocio sin clericalismo, su deseo de volver a unir fe y cultura» (en «Desde las sombras», Humanitas N° 22, Santiago, 2001). En medio de un clericalismo reinante por mucho tiempo, esto le significó incomprensiones y problemas, incluso en la universidad que fundó y dirigió.

En otro plano, el Cardenal inglés veía el futuro con cierta preocupación. Incluso llegó a advertir tiempos de infidelidad de los católicos y de duras pruebas, aunque en la conciencia de que siempre serían de carácter temporal. En cualquier caso, la decadencia religiosa y moral eran parte del escenario previsible que seguiría a los tiempos que a él le había correspondido vivir en el siglo XIX.

En la homilía en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco destacó «la santidad de lo cotidiano» a la que se refería el cardenal Newman en uno de sus sermones: «El cristiano tiene una paz profunda, silenciosa y escondida que el mundo no ve.  …El cristiano es alegre, sencillo, amable, dulce, cortés, sincero, sin pretensiones… con tan pocas cosas inusuales o llamativas en su porte que a primera vista fácilmente se diría que es un hombre corriente».

La vida de Newman no fue fácil. Sus posiciones y su persona estuvieron marcadas por el signo de la contradicción, las calumnias y las incomprensiones de anglicanos y de católicos que lo miraban con recelo. Quizá por eso pensó su epitafio «desde las sombras», aunque finalizaba esperanzado «hacia la Verdad». Dos símbolos de una sola vida.