Cuando pidió protección al embajador de Chile en Caracas, el presidente de la Democracia Cristiana venezolana puso al Gobierno de Michelle Bachelet y a la Nueva Mayoría en un incómodo lugar que se habían esforzado mucho por evitar: en la mira de un régimen chavista acorralado por sus propios errores, sumido en la peor crisis en la historia del país (también por sus errores), y férreamente decidido a señalar culpables y acusar planes golpistas como única explicación para la montaña de problemas que abruman a Venezuela.

Como era previsible, el canciller Heraldo Muñoz se apresuró a aclarar que la eventual concesión de asilo al opositor venezolano no supondría, por sí sola, un cuestionamiento al Gobierno del Presidente Nicolás Maduro, “porque Chile no califica inocencia o culpabilidad, no califica incluso las condiciones políticas, sino que el acto de concesión de asilo es una acción humanitaria”.

Empecemos diciendo que, salvo casos excepcionales, la gente no suele pedir protección diplomática cuando vive en democracias que funcionan relativamente bien y garantizan sus derechos. Además, aunque dar asilo no supone per se “calificar” las condiciones políticas del país en cuestión, como elegantemente lo expresó el canciller, al menos lleva implícita una duda razonable sobre cuán bien funcionan las cosas. Es decir, no se le otorga asilo al primero que lo pida sin motivos que parezcan justificarlo.

Pero a pesar de lo que diga Muñoz, ya no hace falta hurgar en la semántica para saber si hay o no una crítica de Chile al régimen de Maduro, aunque tardía y más bien tibia. Porque si La Moneda decidió llamar a su embajador a consulta tras lo sucedido con el cierre (temporal) del Congreso de Venezuela, no fue creyendo que la democracia bolivariana sea miel sobre hojuelas, mal que le pese al senador Navarro. Y si Chile se sumó a los 21 países que pidieron una sesión especial de la OEA para discutir la crisis venezolana —y si además luego rubricó la declaración conjunta acusando la “grave alteración inconstitucional” y pidiendo “el retorno al orden democrático”—, no fue porque las instituciones chavistas sean modelos a imitar, aunque se enoje el diputado Teillier.

Lo cual es un problema inédito para los defensores del chavismo en Chile, porque durante años la izquierda criolla le dejó pasar cosas que —como la falta de respeto por las normas democráticas elementales— ahora le están cobrando la cuenta. ¿Por qué hizo la vista gorda? Descontando los petrodólares, básicamente porque Hugo Chávez hablaba de “socialismo”, de “revolución” y de “poder popular”, igual que ahora lo hace Maduro (pero escaso de labia y petrodólares). Entonces, está muy bien que ahora Bachelet condene “cualquier situación que altere el orden democrático en Venezuela”, pero ella sabe perfectamente que el orden está “alterado” hace años y nunca se pronunció al respecto.

Lo cierto es que si bien la intervención de la OEA demoró muchísimo más de la cuenta —en gran medida por culpa de la acomodaticia gestión anterior de José Miguel Insulza como secretario general—, al menos está sirviendo para enfrentar a la izquierda latinoamericana con una realidad que ha negado por casi dos décadas, ya fuera por ignorancia, venalidad o hipocresía: que el experimento chavista, el proyecto político del llamado Socialismo del Siglo XXI, ha sido un abyecto fracaso en toda la línea.

En Venezuela no hay medicamentos ni comida; las cárceles y los hospitales son lugares de horror dantesco; las escuelas, las universidades y los cuarteles son espacios de adoctrinamiento ideológico; la inflación, la corrupción y la delincuencia marcan récords mundiales; los servicios públicos colapsan, la base productiva está destruida y el país depende de las importaciones para todo, hasta para la gasolina producida con su propio petróleo, que las bolivarianizadas refinerías estatales ya no pueden procesar.

En cuanto al sistema político, la separación de poderes no existe, el Ejecutivo gobierna por decreto, las elecciones se suspenden, las Fuerzas Armadas son deliberantes y la igualdad ante la ley es una farsa. Para cerrar la ecuación, se acorrala a la prensa, se encarcela a los opositores (ahí están Leopoldo López, Antonio Ledezma y más de cien presos políticos), o se los “inhabilita” por vía judicial para sacarlos de escena, como acaba de pasarle a Henrique Capriles y antes a María Corina Machado y otros líderes de la oposición. Sin olvidar que ya es larga la lista de políticos, funcionarios, autoridades y empresarios ligados al oficialismo, tanto civiles como militares —¡Incluso familiares de Maduro!—, que están acusados por la justicia norteamericana de cargos de narcotráfico, contrabando y lavado de dinero.

Digamos que lo que Chávez hizo pésimo, Maduro ha sabido hacerlo aún peor. No están emigrando tantos venezolanos a Chile porque de pronto les guste el pan con palta.

Ahora que la OEA está más o menos empezando a asumir su responsabilidad con la democracia en Venezuela —y que los países de la región parecen finalmente decididos a llamar las cosas por su nombre, si bien no todavía a tomar acciones concretas—, las miserias del chavismo están saliendo a la luz con más crudeza que nunca. No es primera vez que pasa, pero la situación nunca había sido tan grave.

Para alguien como la Presidenta Bachelet —quien cree que Cuba es un oasis de justicia social y que la RDA fue “un ensayo interesante (hacia) una sociedad más justa y equitativa”, como dijo su madre en una ocasión— todo esto debe ser sorprendente. De seguro le cuesta entender, mucho menos aceptar, que un Gobierno que se dice de izquierda pueda no ser democrático de corazón y progresista por vocación. Además, se pregunta tal vez, ¿cómo es posible que el inmenso cúmulo de problemas económicos, sociales y políticos que agobian a Venezuela se deba únicamente a la mala gestión de Chávez y Maduro?

“No puede ser”, debe decirse Bachelet, “ni la Nueva Mayoría gobierna tan mal”. Por eso sólo se le ocurre llamar a las partes a dialogar, convencida de que si la izquierda (virtuosa) está en el poder, seguramente puede forzar al diálogo incluso a la derecha más recalcitrante. Como si no fuera el propio chavismo el que ha saboteado y continúa saboteando cualquier atisbo de acercamiento, de lo cual han dejado constancia numerosos —y prestigiosos— observadores imparciales de todo el mundo.

Lo complicado es que a estas alturas Venezuela ya no necesita diálogo, sino un cambio de régimen. Ordenado, pacífico y democrático, desde luego, pero radical. No se trata de llamar al golpe ni de promover un quiebre violento, tampoco de impulsar una “revolución” de signo político opuesto, sino de trabajar en el marco de las instituciones democráticas —venezolanas y latinoamericanas— sobre la base de un consenso insoslayable y de un propósito compartido.

El consenso es que en 18 años la revolución bolivariana no ha cumplido ni una sola de sus altisonantes promesas al pueblo venezolano y el país está hoy peor que nunca. Los datos no mienten. El propósito común, en tanto, debe ser que las duras lecciones de la fallida experiencia chavista —y el calvario de Venezuela— no caigan en el olvido, si en verdad queremos un mejor futuro para la democracia y el progreso en nuestra región.

 

Marcel Oppliger Jaramillo, periodista, autor de «La revolución fallida: Un viaje a la Venezuela de Hugo Chávez»

 

 

FOTO: LEO RAMIREZ / AFP

 

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