Un humorista de origen árabe preguntaba en la TV quién perdía cuando dos comerciantes de su origen étnico hacían un negocio. ¿La respuesta? El Fisco. Ahora el chiste parece ser al revés y no es gracioso. Los ciudadanos son hoy las víctimas de la acción o inacción del Fisco. Como botón de muestra, permítame compartir tres historias reales de personas a quienes conozco y aprecio.

La primera es de un grupo de amigos que invirtió con mucha ilusión sus ahorros en el negocio del salmón. Era un rubro nuevo en el país y tuvieron que ir superando uno a uno los innumerables obstáculos que se les presentaban: alcanzar los niveles adecuados de calidad y eficiencia, encontrar mercados para sus productos, resolver cadenas logísticas extremadamente complejas, etc. Hace ocho años el panorama prometía un gran éxito, pero lo perdieron todo y tuvieron que partir prácticamente de cero después de una gran crisis sanitaria. Hoy son los funcionarios públicos los que, en un acto abiertamente ilegal, les impiden exportar y cumplir los compromisos con sus clientes. El daño económico y reputacional es irreparable.

La segunda historia trata del gerente de una empresa que da servicios en áreas rurales del sur del país. Para mantener la calidad del servicio, la empresa debe realizar mantenimiento regular a su infraestructura. Ésta se despliega en un amplio territorio que incluye zonas de La Araucanía y, como podrá sospechar, desde hace muchos meses no han sido capaces de acceder al lugar. Ni siquiera la fuerza policial se atreve a ingresar. En otras palabras, el Estado se niega a defender derechos garantizados en la Constitución, como la libre circulación o la integridad física de las personas. Como si eso fuera poco, y aunque parezca increíble, otro órgano del Estado lleva esos mismos meses festinándose con la aplicación de multas millonarias por no cumplirse los protocolos de mantenimiento.

Por último, una historia que es para llorar. Un empresario pequeño, con profundas convicciones de responsabilidad social, decidió hace años llevar parte de sus actividades productivas hacia un grupo de personas totalmente marginado de la sociedad. Sus costos iban a resultar significativamente más altos, pero él quería hacer una diferencia en su país. Para realizar este proyecto, debió firmar un contrato de adhesión con el organismo estatal responsable de proteger a estos marginados. El contrato estaba redactado por el Estado y el empresario no tuvo pito que tocar en su contenido. Operó de esta forma por años, realizando importantes inversiones, llevando ingresos, empleo y formación profesional a miles de personas que nunca antes tuvieron una oportunidad.

Hace unos días este empresario me contó que había recibido multas multimillonarias de parte de la Dirección del Trabajo por supuestas imperfecciones en el contrato… ¡que fue redactado por el propio Estado! También se le sancionó por deficiencias en las instalaciones que son propiedad del Estado y respecto de las cuales no tiene autorización para intervenir. Con gran dolor y frustración ha debido cerrar su operación, generando una profunda tragedia a las personas que perderán su fuente laboral, probablemente para siempre. Lo peor de todo es que los funcionarios que lo sancionan, en privado le reconocen que la culpa la tiene el Estado, pero no pueden multarse a sí mismos.

¿Cómo se puede defender un ciudadano ante un Estado que abandona sus funciones, que se niega usar legítimamente la fuerza para defender los mismos derechos que jura garantizar? ¿O cuando un organismo del Estado entra en conflicto con otro y el ciudadano se convierte en el jamón del sándwich?

Más allá de las dialécticas oportunistas entre gobierno y oposición, es fundamental que alguien le ponga el cascabel al gato. Mientras no aunemos esfuerzos en mejorar el prestigio y funcionamiento de las instituciones del Estado, seguirán siendo un lastre para el progreso de la propia sociedad que deben servir. Y el costo, como siempre, lo seguirá pagando Moya.

 

Alfredo Enrione, ESE Business School, Universidad de los Andes

 

 

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